Coronavirus

Un homenaje a las víctimas

El punto que centraba todas las miradas fue el pebetero con la llama en recuerdo de las víctimas de la pandemia
El punto que centraba todas las miradas fue el pebetero con la llama en recuerdo de las víctimas de la pandemiaMariscalEFE

Fue magnífico comprobar que para algunos comentaristas el asunto crucial del homenaje a las víctimas pasaba por la mascarilla de José María Aznar, maldita por el manchurrón de una bandera española. De todos los problemas que afrontamos el más grave tiene que ver con los símbolos comunes, anatema, mientras el pebetero por los muertos late al ritmo arrítmico del odio compartido. Fue hermoso escuchar al hermano del inolvidable José María Calleja, y consolador comprobar que los líderes políticos aparcaban durante unos minutos el combate sectario. El Rey, Rey a pesar de los ataques combinados del nacionalismo y la lacra peronista, Rey a pesar del inquietante comportamiento de su señor padre, Rey de todos cuando todos luce ya como lucero azul y frío o emblema de una estrella distante, dijo lo que esperábamos, lo inevitable en estos casos. Quiero decir que dijo mucho y dijo poco. Porque poco es lo que puede decir el máximo representante de un Estado calamitoso en la gestión de la respuesta sanitaria. España está entre los países peor valorados en todos los indicadores del Covid-19, de los muertos por millón de habitantes a los médicos infectados, de la quiebra económica a la lesión de derechos fundamentales y el largo millón de multas, mordaza. España suma muchos más muertos, en relación a sus habitantes, que favoritos de la prensa fetén como Donald Trump y el presidente brasileño Jair Bolsonaro, dos super dos.

España huele a cadáver sin necesidad, incluso, de sumar esos otros 20.000 del MoMo y los registros. Perdidos en un archivador. Olvidados por la contabilidad oficial del motorista Simón. En España mostrar los ataúdes era una cosa de mal gusto. O peor. Contrarrevolucionario. La epidemia primero fue una discomovida en los balcones. Después una cacerolada contra la Monarquía, el Gobierno, la oposición y el resto. El presidente, genio y figura hasta nuestra sepultura, fardaba de haber salvado cientos de miles de vidas. Algunos generales color aceituna reconocían que habría que rastrear las redes y los medios como quien peina el alcantarillado, a la caza y captura de elementos perturbados y secuaces del odio. España vivió los días del virus, las noches del silencio, con el espíritu congelado. Con la gente abandonada en mitad de unos hospitales superados de casos, con el pulso acelerado y violento de un país que dormía creyéndose bendecido por una sanidad gloriosa y despertaba en brazos de las parcas, en la fiesta total d la propaganda gubernamental y el cierre denso y definitivo de las pesquisas incómodas. En la mañana ardiente del dolor y la pena estaba Felipe VI. Estaba la Reina. Estaba la Princesa de Asturias y estaba la Infanta Sofía.

Estaban los presidentes del Gobierno presentes y pasados, los del poder legislativo y los del judicial, la oposición, los marajás autonómicos, y varias decenas de representantes de las familias. «Este acto», concedió el Rey, «no puede reparar el dolor de muchas familias por no haber podido estar a su lado en sus últimas horas; ni mucho menos atenuar la tristeza por su ausencia; pero sí hacer justicia a su vida, a su contribución a nuestra sociedad, a su memoria». No puede, no podía, porque a la dificultad técnica de traer de vuelta a los ausentes, a las más que discutible idea de tratar a las víctimas de una enfermedad como bajas en una guerra, combatientes en el frente o liquidados por un atentado, toca añadir el hecho de que no hay más justicia, reparación o compensación, que los fríos números, la investigación de lo sucedido y la admisión de responsabilidades, que las hay y las hubo. Aunque aquí todo quisqui silbe como la fiesta fuera en casa ajena y a la gente se la hubiera llevado por delante un inmenso meteorito de esos que tanto odiaban a los dinosaurios.