Congreso de los Diputados
17 maneras de sentirse solo
Políticas de consenso y un claro reparto competencial son clave para afianzar la igualdad entre españoles que consagra el Estado autonómico
Tras la Gran Recesión no había conversación política en España que no versara sobre las reformas que necesitaba nuestro sistema. ¿Quién no recuerda las recurrentes menciones a la escasa utilidad de las diputaciones o a la ausencia de sentido en mantener el Senado si no se le dotaba de su constitucional carácter territorial? Ha pasado el tiempo y de aquellas ansias reformistas queda bien poco. La sucesión de acontecimientos de la última década, incluyendo la pandemia que sufrimos, ha matizado el fervor de cambio o, al menos, lo ha redirigido a otros objetivos. Más prácticos, quizá. O más reales. Lejos de la máxima lampedusiana que busca que «todo cambie para que todo siga igual», la crisis del coronavirus ha ralentizado el ritmo de ese ímpetu renovador, pero ha evidenciado su inexcusable necesidad y ahora las conversaciones políticas con afán transformador se centran en dos cuestiones básicas: la sanidad y la educación. Exactamente las mismas que se convirtieron en piedra de toque para las políticas occidentales después de la Segunda Guerra Mundial, ese momento al que tanto se recurre en estos tiempos, y que tan bien retrataron las crónicas del periodista estadounidense Richard Yates recopiladas en «Once maneras de sentirse solo».
Solución y no problema
Basta mirar a los países de nuestro entorno para apreciar que la covid es una prueba de fuego, sanitaria y educativa, para los Estados modernos, pero en España, además, subyace una circunstancia que le da una especial complejidad: el Estado de las autonomías. O para ser más precisos, la ausencia de desarrollo legislativo del modelo que fijó la Constitución en su Título VIII. No es casualidad que en las últimas semanas hasta dos presidentes autonómicos, Alberto Núñez Feijóo y Juan Manuel Moreno Bonilla, hayan apelado al Estado de las autonomías como la solución, y no como el problema, para gestionar la crisis social, sanitaria y económica que nos atraviesa.
El pulso entre el Ministerio de Sanidad y la Comunidad de Madrid ha puesto el foco, de nuevo, en la compleja arquitectura del reparto de competencias entre el Estado y las autonomías. Aunque pueda resultar tentador buscar el origen del caos madrileño en que no existe un listado detallado de qué corresponde hacer a una u otra administración, la causa del desencuentro actual no está en la ausencia de concreción legal. La falta de consenso entre Salvador Illa e Isabel Díaz Ayuso es una cuestión más política, aunque puede servir de acicate para abordar la gran reforma pendiente en España y evitar que situaciones kafkianas como las que vivimos, con leyes de distintos niveles que chocan entre sí, se repitan. El objetivo debería ser pulir y mejorar el Estado de las autonomías que, con los datos que aportan organismos internacionales como el FMI y la OCDE, constituye un modelo de organización rentable, exitoso y cercano al ciudadano, y que nos sitúa en términos de eficiencia por encima de países centralizados como Francia o Suecia en sanidad y educación. El Estado autonómico está muy alejado de la apariencia ruinosa con la que algunos lo presentan, pero requiere mejoras para evitar desigualdades y disfunciones.
Y mientras llegan esos grandes cambios que sienten las bases de la España del futuro (ahora que estamos en vísperas del 12 de Octubre), a veces pasan desapercibidos otros más pequeños, de menor calado, que parecen intrascendentes. ¿Alguien recuerda los artículos del código ético de Podemos modificados en 2018? Dos años después buscamos en la hemeroteca y ahí, justo ahí, está la clave para entender la negativa del vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, a dejar el cargo pese a que el Tribunal Supremo le investigue por la comisión de tres delitos, entre ellos uno de especial gravedad, el de denuncia falsa. Un hecho inédito en nuestra democracia (la investigación de un miembro del Gobierno en el ejercicio de sus funciones) y que, al parecer, no merece reproche ni respuesta alguna por parte de quien lideró la nueva política, esa que venía a regenerar la vida pública española.
A la espera del Congreso
El partido morado pasó de recoger en sus estatutos fundacionales en 2014 la obligación de que sus cargos electos renunciaran al mismo si un juez les imputaba a matizar esta exigencia, cuatro años más tarde, y argumentar que es necesario un auto de procesamiento firme para forzar la renuncia. Un cambio en el que ahora se ampara el vicepresidente para aferrarse al cargo mientras el Supremo le investiga.
El futuro judicial de Iglesias abre un interrogante político, más allá de su renuncia o no y del daño que por extensión pueda hacer al Ejecutivo de Pedro Sánchez, y es calibrar cómo se articulará a partir de ahora la relación de los dos partidos que forman la coalición de Gobierno, ya que serán los votos del PSOE los que aprueben o no el suplicatorio que presumiblemente llegará al Congreso para que el Supremo pueda seguir adelante con la investigación al aforado Iglesias. Sin embargo, y pese a las dudas que envuelven su horizonte judicial, el vicepresidente parece tener muy claro el devenir del proceso que acaba de abrirse, ya que ha asegurado de modo tajante que su imputación «nunca va a ocurrir» y además que «todo el mundo sabe qué decidirá el Supremo». Tanta seguridad puede resultar admirable, pero quizá debería seguir el consejo de Siri Hustvedt en su novela «El verano sin hombres»: «Es imposible adivinar el final de una historia mientras la estás viviendo».
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