Atentado de Barcelona

Cuando una llamada te salva de morir a manos del yihadismo

Las horas en las que el guardia civil Francisco Albert corrió en dirección al dolor: «No vayas hacía allí, hay gente muerta», le repetían. Es el primer guardia civil que recibe la encomienda de víctima del yihadismo por el atentado de Las Ramblas en 2017

El guardia civil Francisco Albert, al que sorprendió el atentado de Barcelona en 2017
El guardia civil Francisco Albert, al que sorprendió el atentado de Barcelona en 2017Kike Tabernerfreemarker.core.DefaultToExpression$EmptyStringAndSequenceAndHash@69f48aa5

Dentro de dos años, los delitos relacionados con la masacre del 11-M prescribirán: nada de lo que pueda investigarse o se descubra a partir de 2024 podrá ser condenado. Además de los trenes de la muerte de Madrid, el yihadismo volvió a golpear de nuevo a España en 2017 en Barcelona y Cambrils.

Ese día, un agente de la guardia civil, de vacaciones y fuera de servicio, esquivó a la muerte. Ocurrió cuando caminaba, a paso ligero hacia un evento cultural programado en un local situado en las Ramblas. En ese momento el guardia civil Francisco Albert recibió una llamada de un compañero de la comandancia de Castellón, por lo que se detuvo por menos de dos minutos. Nada más guardar el móvil en su bolsillo escuchó un fuerte acelerón acompañado de una estridente chirriar de ruedas que resultó ser el de una furgoneta cuya primera estampida desató el terror en el bulevar de las Ramblas provocando un «tsunami» humano que, Francisco Albert vio llegar de frente. «Aquella llamada telefónica me salvó la vida. Mi compañero me libró de un destino fatal que terminó siéndolo a pesar de todo pues la “metralla de los hechos” aún permanece y se dispersa en algún lugar de mi cerebro».

A la izquierda, con un círculo rojo alrededor, el terrorista huye tras cometer el atentado en las Ramblas de Barcelona
A la izquierda, con un círculo rojo alrededor, el terrorista huye tras cometer el atentado en las Ramblas de BarcelonaLa RazónLa Razón

Todo pareció ocurrir en milésimas de segundo, justo el tiempo en que tardó en reaccionar aquella marea humana que instintivamente huía del lugar de los hechos en medio de gritos, llantos y lágrimas. Fue ese pánico colectivo que reflejaba el terror en sus caras cuando se activó el instinto que le inculcó a este guardia civil su padre, también miembro del Cuerpo, ya fallecido. «Se me activó ese sensor imaginario protector y benefactor que permanece activo en todo guardia civil las 24 horas del día, los 365 días del año, y de por vida, pues un guardia civil sólo deja de serlo cuando muere».

Recuerda que los gritos «eran ensordecedores, desgarradores» y, mientras buscaba hacerse un hueco entre la gente, corría en la dirección del dolor. «Pero, ¿qué ha pasado?», preguntaba una y otra vez obteniendo por respuesta reiterada el: «No vayas hacía allí, hay gente muerta». Esos dos minutos aproximadamente se le hicieron eternos, pero dedujo que había personas heridas a las que poder auxiliar. «Estaba dispuesto a sacrificar mi vida para salvar la de los otros si ello hubiese sido necesario. Lo tuve muy claro». Desde entonces, «los segundos se convirtieron en minutos, los minutos en horas».

Francisco Albert hace una pausa antes de seguir. No suele rememorar lo vivido esos días. Le acompañan sentimientos de «rabia, dolor y la sensación de no haber podido hacer más por salvar esas vidas. Eso es algo que me acompaña de por vida».

Tras unos minutos, sigue recordando lo ocurrido. Dice que se dejó llevar, una vez más, por su «instinto». «Me dirigí al cuerpo yacente más cercano, quería salvarlo». Allí se encontraba una mujer, inmóvil, en el suelo junto a unas baldosas ensangrentadas. «Viendo que no respondía a estímulos verbales, cogí su mano con la mía, pero fue ahí donde noté un efecto reflejo que aún hoy me estremece cada vez que lo pienso. Se murió mientras me agarraba la mano».

A pocos metros, recibió otro golpe que no ha podido borrar: el de una niña que yacía en el suelo, «cual juguete roto, cuya vida también segaron los asesinos». Dice que levantar la mirada hacia cualquier lado era «devastador, pero aún había cosas por hacer. Mi cuerpo se mantenía fuerte, debía continuar».

Este guardia civil asegura que «la suma rapidez con la que llegaron las primeras ambulancias, me permitió centrar mis esfuerzos en atender a aquellas personas que aún permanecían en las inmediaciones echándose las manos a la cabeza» y, mientras los médicos, enfermeros y demás personal sanitario atendían a las víctimas más graves, «otros íbamos asistiendo a aquellas personas que se encontraban todavía conmocionadas por lo duro del momento. A otros se les conducía al interior de los establecimientos comerciales que, a modo de piezas de dominó, unos detrás de otros, iban bajando sus persianas metálicas dando refugio y cobijo a cuanta gente pudieron».

Poco después, la zona de las Ramblas quedaría sitiada en una suerte de ratonera donde se establecieron distintos perímetros de seguridad que, durante horas, permanecieron infranqueables, todo ello en medio de un clima de incertidumbre, en un ir y venir constante de ambulancias, coches de bomberos, helicópteros y coches policiales que se prolongaron durante horas. «Cuando vi que ya no podía hacer nada más en aquel lugar, procedí a mi retirada». Con ello dio por concluida una intensa jornada que, sin pensarlo ni quererlo, «me marcaría a fuego de por vida. Miré al cielo varias veces, para dar gracias a mis padres: en primer lugar, por protegerme en un día en el que yo podría haber sido quien hubiese perdido la vida; y, en segundo lugar, por darme fuerzas para ayudar en lo que humanamente pude a cuantas personas atendí tras el atentado perpetrado por los yihadistas».

Tricornio con la encomienda de víctima del terrorismo yihadista que le concedió Interior el pasado 31 de enero
Tricornio con la encomienda de víctima del terrorismo yihadista que le concedió Interior el pasado 31 de eneroCedida F. A.freemarker.core.DefaultToExpression$EmptyStringAndSequenceAndHash@69f48aa5

Encomienda

El pasado 31 de enero, el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, condecoró a varias víctimas del terrorismo, entre ellos al guardia civil Francisco Albert que asegura que con ese reconocimiento «solo hice honor a lo que mi padre me enseñó». Asegura que, cuando le llamaron de Interior llegó a pensar que le estaban gastando «una broma de mal gusto». «No considero nada de lo que hice como un acto heroico por haber cumplido con mi obligación». Primero, dice que tiene un deber como ciudadano; y segundo porque la conducta de un guardia civil «ha de ser ejemplar de por vida». Además, subraya que todo lo que aplicó aquel día, desde los conocimientos básicos en primeros auxilios a actuar «con pericia» en un hecho tan extraordinario como lo es un atentado, «son fundamentos que aprendí en mi formación como guardia».«Si la encomienda sirve para honrar la memoria de todas las víctimas que no pudieron ir a recoger la suya, la portaré muy honrado».

Francisco Albert ha vivido desde niño en una casa cuartel de la Guardia Civil, algo que dice «te va marcando el camino a seguir». Tras licenciarse en Ciencias de la Información y, previo paso por el Ejército del Aire, aprobó la oposición de ingreso al Cuerpo. «Era mi vocación y mi destino».

Dice que aquel verano de 2017 cuando al final decidió abandonar la zona del atentado «lo hice en dirección opuesta. Todo había terminado. Caminé hasta sentir los primeros signos de agotamiento. Recuerdo que entré en un bar para pedir un refresco y el dueño del local se percató de que algo me pasaba. Al preguntarme, le expliqué lo sucedido, y con lágrimas en los ojos, puso a mi disposición todo cuanto estaba a su alcance. Jamás olvidaré ese gesto de generosidad».

R. Albert, padre del guardia civil Francisco Albert
R. Albert, padre del guardia civil Francisco AlbertCedida F. A.freemarker.core.DefaultToExpression$EmptyStringAndSequenceAndHash@69f48aa5

La herencia del honor y el sentido del deber

Ramón Albert, su padre, decidió colgar el hábito de seminarista para vestir el uniforme de la Guardia Civil a mediados de los 70. Fue destinado «forzoso» a Guipúzcoa, «la parte más vasca del País Vasco», como él lo llamaba. Solía contarle a su hijo que si no camuflaba su acento en las tiendas «le negaban hasta el pan». Llevaba grabado en su memoria los numerosos sepelios de compañeros a los que asistió en los años de plomo de ETA. «De él aprendí a no sentir miedo y pensar que es como el frío, algo psicológico». Fue su padre quien le transmitió que «nuestros actos debían ser siempre ejemplares, humanos y, sobre todo, cívicos». Su padre murió con 58 años, teniendo como último destino el de guarnicionero del Cuerpo.
Su hijo ingresaría después en el Colegio de Guardias Jóvenes de Valdemoro.