Cataluña

Eutanasia procesista

El separatismo ha cavado la tumba del «procés», pero eso no va a suponer el fin de la murga

El «procés», tal como lo conocimos, probablemente ha fallecido ya de muerte inducida, víctima de las iniciativas de sus propios líderes, aquellos que precisamente afirmaban quererlo y supuestamente defenderlo.

Primero, Artur Mas lo hizo nacer deforme y sin pies ni cabeza, por puro narcisismo y condescendencia, sin entender en lo que se metía. Creó unas expectativas imposibles a través de mentiras groseras, las cuales pensaba que le servirían para poner contra la pared al Gobierno central. La «astucia» de la que aspiraban presumir Mas y los suyos quedó en ridículo enfrentada a los más elementales y simples hechos de gestión que implicaba un gobierno, aunque fuera regional. Sencillamente, no daban una. La sagacidad del equipo no alcanzaba ni siquiera para desalojar a doscientos progres de la plaza Cataluña de Barcelona en 2011 sin provocar proporcionalmente más víctimas que en el 1-O. Tampoco conseguían meter en cintura a los totalitarios del separatismo o ni siquiera elegir a dedo y con cierta vista al delfín que debía sucederles. Ese sucesor, Carles Puigdemont, se distinguió por ser un hombre que aspiraba a tener citas con la historia, pero luego llegaba tarde a todas ellas. Sus decisiones políticas acabaron siempre en gigantescos galimatías risibles, como si fueran extraídas del guion de una secuela de Harry Potter.

Tras el nigromante de aldea, el timón del «procés» –sin consultar a los catalanes, de nuevo a dedo– se le traspasó a un pobre hombre que ni siquiera había estado acertado en la gestión de su propia editorial. El día en que Quim Torra fue en coche oficial a cortar carreteras y bloquear el tráfico se cargó toda la estrategia justificativa del independentismo para cualquier futuro cercano. Se puede decir que torpemente empezó a cavar la fosa de desprestigio en que ahora se da sepultura al «procés». Porque el separatismo trabajaba hace tiempo con el objetivo de simular una desobediencia civil ya que, de cara a las iniciativas totalitarias que deseaba tomar, le interesaba cargarse de razones y pueblo. Pero, gracias a Torra, lo que se visualizó claramente fue que la desobediencia era institucional. En pocos meses, la desobediencia civil se convirtió en desobediencia senil y solo los yayoflautas y los capos de TV3, más algún rapero con impulsos a la agresión a sus semejantes, entonaban la murga de la represión del Estado.

Se equivocarán mucho, sin embargo, quienes piensen que eso va a suponer el fin de la murga o del separatismo. La desaparición del actual «procés» solo implica que el supremacismo catalanista (tanto el radical como el light) empleará sus energías en mantener viva la llama de su explicación del cosmos para, en base a ella, poner en marcha otro proceso secesionista cuando personalmente convenga a sus intereses, ya sean políticos o económicos.

Actualmente, en Cataluña, el conflicto es pedagógico, con una televisión educativa que gasta montones de dinero público en construir programas de propaganda supremacista donde se emiten supuestos documentales, totalmente parciales, en los que (como sin ir más lejos, esta última semana) se le asegura a la población cosas improbables talque el delirante eslogan de que el poder judicial existe solo para desarticular políticas progresistas y que el título de juez se hereda aquí por familia, como la monarquía. El mecanismo de desinformación consiste en emitir esas demencias con un formato realista, como si fueran datos documentados en lugar de opiniones más o menos enajenadas. Con esos fundamentos, se busca la germinación de sentimientos separatistas que zarparían, como en el anterior caso, desde un primer tripartito. Un tripartito que, en teoría, se asegura impersonalmente que ninguno de sus protagonistas desea, pero que todos ellos ya están dando a entender que lo formarían inmediatamente (eso sí, supuestamente a contracorazón) si fuera necesario salvar la patria del caos. Obviamente, la crítica emergencia inflacionaria y económica servirá como excusa perfecta para triparcionarse, incluso extraoficialmente si no pudiera ser de otra manera. A pesar de que nieguen su vocación, basta ver el charco de saliva que se forma en el exterior de la puerta del despacho presidencial (cada vez que Jaume Asens viene a preguntar si está Pere Aragonès) para comprobar cómo se le cae la baba a la izquierda común –en horas bajas– ante la idea de recobrar algo de protagonismo. Los ujieres casi han de usar cubo y fregona para evacuar tal inundación.

Los catalanes ya vivimos todos este tipo de preliminares con Montilla y el anterior tripartito. Nos tocará ahora escuchar conceptos tan imposibles y contradictorios como la «solidaridad selectiva» y cosas similares; tal como hace años tuvimos que oír «federalismo asimétrico» y todo el habitual arsenal de eufemismos del supremacismo. Porque al PSC, para ir de la mano con ERC, no le queda más remedio que disimular y hacer ver que ignora todo aquello que los catalanes conocemos bien, como es el hecho de que el actual ideario del partido de Aragonès es profundamente derechista e insolidario, basado en un tipo de republicanismo europeo decimonónico, que se repinta con tres o cuatro iniciativas sociales superficiales para maquillar un talante autoritario, selectivamente xenófobo y mesiánico, que intentan blanquear usando la palabra «izquierda» en su título.