Los antecedentes

De Adolfo Suárez a Felipe González: cuando para dimitir solo se necesitaban 10 minutos

El líder de UCD es el único presidente que, sin espectáculos, ha renunciado. Era 1981 y, meses antes, superó una cuestión de confianza de la que también salió airoso el socialista en 1990

Adolfo Suárez el día que anunció su dimisión
Adolfo Suárez el día que anunció su dimisiónLR

Le bastaron diez minutos para anunciar su decisión. Aquel 29 de enero de 1981, el entonces presidente Adolfo Suárez comparecía en la televisión pública para enfatizar algo que conmocionó a todos: «Presento irrevocablemente mi dimisión como presidente del Gobierno de España». Era el primer presidente de la democracia española elegido en unas elecciones libres y, en aquellos días, sufría el acoso imparable de los suyos propios, el llamado «fuego amigo» de las diversas facciones de su partido, la Unión de Centro Democrática (UCD), que era un hervidero de intrigas y conspiraciones. Los socialdemócratas de Paco Ordóñez, ya en alineación clara con el PSOE de Felipe González; los democristianos de Óscar Alzaga; los liberales llamados «jóvenes turcos», con Soledad Becerril, y, sobre todo, un sector crítico muy potente liderado por una de las cabezas más brillantes de la política española, en aquel entonces portavoz parlamentario, Miguel Herrero Rodríguez de Miñón.

En aquellos días, jalonados por atentados muy crueles de ETA, algo que ahora parece quedar en el olvido, previos a la intentona del golpe de Estado de Tejero el 23F, la tensión en el Congreso era enorme. Adolfo Suárez se sentía acorralado. Con anterioridad, había superado una cuestión de confianza en septiembre de 1980 (para llevar a cabo un programa de austeridad y desarrollar el Estado de las autonomías) y, poco antes, la moción de censura abanderada por Felipe González en mayo de ese mismo año.

Pero su astucia política le hizo ver que había llegado su hora ante lo que se llamó «el ruido de sables». Su discurso fue directo y valiente: «Me voy porque las palabras ya no son suficientes y mi marcha es más beneficiosa para España que mi permanencia como presidente», dijo en una alocución histórica.

Fue una dimisión inmediata, directa e impactante entre lo racional y lo emocional, que vislumbraba su rosto sereno pero lacrimógeno, y catapultó a Leopoldo Calvo Sotelo como sucesor en un momento convulso. Nunca olvidaré aquella sesión de investidura de Leopoldo, en la tribuna de prensa del Congreso, cuando mientras anunciaba su voto el entonces diputado socialista por Soria, Manuel Núñez Encabo, irrumpió en el hemiciclo el coronel Tejero para la intentona de golpe de Estado. Conocidas son de sobra las imágenes de dignidad institucional de Adolfo Suárez, junto al entonces vicepresidente del Gobierno, el teniente general Manuel Gutiérrez Mellado, y lo que pasamos aquella noche los periodistas allí presentes hasta nuestra liberación a la mañana siguiente. La solemne y contundente intervención del Rey Don Juan Carlos abortó el golpe, pero Suárez nunca olvidaría la conjura de quienes tanto le debían.

Fue la suya una dimisión de impacto: «Hay momentos en la vida de todo hombre en los que se asume un especial sentido de la responsabilidad, yo creo haberla asumido dignamente en los en los cinco años que he sido presidente del Gobierno». Pero él sabía, y así lo expresó, que su presencia era más un problema que una solución. El cambio estaba a las puertas. «Todas las crisis llevan su tiempo», nos decía con su sorna gallega Calvo Sotelo a los periodistas durante aquel mandato breve que se llevó por delante a la UCD.

Felipe González, en el Congreso, durante su cuestión de confianza
Felipe González, en el Congreso, durante su cuestión de confianzaAgencia EFE

El emergente y triunfante líder del PSOE, Felipe González, había tenido también su episodio saliente como secretario general del partido. En mayo de 1979, en el XXVIII Congreso Federal, dio un salto adelante y abogó por abandonar el marxismo. «Tenemos que ser socialistas antes que marxistas», arengó. Pero la reacción de las bases y la izquierda del partido, abanderada por Pablo Castellanos, Francisco Bustelo y la corriente Izquierda Socialista, se impuso y Felipe presentó su dimisión como secretario general. El partido quedó entonces en manos de una gestora hasta que, en septiembre del mismo año, en otro Congreso extraordinario, la abolición del marxismo fue aprobada en favor de la corriente renovadora liderada por Felipe González y Alfonso Guerra. Aquel Congreso, celebrado en un hotel madrileño de la calle Capitán Haya, marcó un antes y un después en la historia del PSOE, que pasó definitivamente a ser un partido de tinte socialdemócrata. Los pasillos de aquel hotel madrileño fueron escenario de un PSOE renovado y con profundo sentido de Estado. ¿Algo que ver con este «sanchismo» vigente, radical, populista, vendido a los independentistas? La comparación es evidente.

Tras su abrumadora victoria en las elecciones de octubre de 1982, Felipe González protagonizó durante casi 14 años el mandato más largo de un presidente democrático, y tuvo su primera prueba de fuego con el referéndum de la entrada de España en la Alianza Atlántica. Pleno de pragmatismo, sabedor del clan de los aliados internacionales, y cuando su primera visita como presidente del Gobierno había sido a la Acorazada Brunete, Felipe planteó el gran desafió de la entrada de España en la OTAN. Las bases de la izquierda se revolvían y la labor de captura fue de libro. La entonces todopoderosa jefa de comunicación del partido, la alemana Helga Soto, llamada «la walkiria», nos reunía a diario a los periodistas para intentar convencernos del mensaje a trasladar. Fue un reto difícil, un ensayo enorme ante la izquierda tradicional que el PSOE de Felipe y Guerra salvaron con soltura. El 30 de mayo de 1982 España se convertía en el miembro número 16 de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), con un resultado abrumador a favor en la consulta. La campaña fue tremenda, boca a boca, para convencer a una izquierda que al final resultó convencida.

Semanas antes del referéndum, Felipe González compareció en el Congreso de los Diputados para solicitar la confianza de la Cámara ante la entrada de España en la OTAN. Hizo un discurso vibrante, europeísta y socialdemócrata, que aplaudieron incluso los nacionalistas catalanes y vascos, bien diferentes a los que hoy se sientan en la Cámara Baja. Que abochorna ahora comparar con las tesis de Pedro Sánchez en sus cesiones a los partidos separatistas, bilduetarras y política exterior.

Al irse, Suárez recordó que un político debe saber cuál es el precio de su permanencia

Pero no fue la única vez que tuvo que defenderse y González decidió someterse a la que fue la segunda cuestión de confianza de la democracia, en abril de 1990. Salió airoso y reforzado. Es más, en su debate de investidura ya avisó de que recurriría a este mecanismo. Tanto González como Suárez no necesitaron abandonar sus funciones para meditar qué hacer. En sus palabras de despedida, Suárez aseguró que un político debe saber cuál es el precio de su permanencia en el cargo. También Felipe, el día que perdió las elecciones frente a José María Aznar, aseguró retirarse señalando: «Soy más el problema que la solución».

Hoy más que nunca, cobran sentido poderoso estas palabras frente a un órdago irresponsable, narcisista y sin precedentes de Pedro Sánchez. Poco antes de su dimisión, en un encuentro en los llamados «Desayunos del Ritz», un colectivo de mujeres periodistas del que orgullosamente formé parte, Adolfo Suárez nos dijo: «Un político debe saber el equilibrio entre la lealtad a España y la ambición personal». Resuenan ahora estas palabras ante un escenario mezquino, de idolatría personal y con el único discurso, carente de contenido de amenazas falsarias hacia la derecha y la ultraderecha.

Adolfo Suárez y Felipe González fueron dos grandes presidentes con sentido de Estado. Bajo sus mandatos, duros pero altamente democráticos, jamás se habría llegado a esto.