
Extremo centro
Aniversario de la dana: la vergüenza nacional era esto
Las víctimas y las personas que dejaron solas detrás de ellas no se trataron más que como extras en una serie mala de catástrofes

Hace doce meses, el agua se tragó barrios enteros, numerosas vidas de valencianos y la confianza en el Estado de muchos españoles. Dio apuro y vergüenza verlo en directo. Valencia, la Ciudad de la Luz, la paella y las Fallas, convertida en el paisaje tercermundista de un lodazal más propio de Burkina Faso.
El aniversario de las muertes nos llega con un sarao en un Museo. Dos actuaciones musicales, una ofrenda floral. Todo sirve como un recordatorio de lo cutre que puede ser esto de la comunicación política. Especialmente Rosa Álvarez, multiplicando sus intervenciones y actuando como una activista política en campaña electoral, usando la empatía natural del ser humano ante el dolor para dirigir la narrativa en medios como un profesional de la comunicación. Los afectados siguen recogiendo escombros en sus pueblos mientras los que asisten se pelean por el relato. Lo lógico es que esta señora, más allá de su dolor, fuera en alguna lista electoral en las próximas elecciones autonómicas.
Nadie quiere asumir que la dana fue un cóctel de todas las chorradas típicas de la política: incompetentes al frente de las emergencias, urbanismo típicamente levantino, obras hidráulicas paralizadas por los de siempre, alertas ignoradas y un presidente de Gobierno que priorizó el castigo a los valencianos y la construcción de un relato con víctimas y culpables sobre la posibilidad de utilizar las herramientas a su alcance para ayudar durante una emergencia.
El Estado nos ha dejado claro que no es más que un obediente tonto con gorra y silbato. Quizás no quede nadie con dos dedos de frente en los despachos. Pero lo de Paiporta y Catarroja, donde el fango seco ocultaba cadáveres y olía a podredumbre, a algunos nos llevó de nuevo al Covid, o la nevada, el apagón, o los incendios. Las víctimas y las personas que dejaron solas detrás de ellas no se trataron más que como extras en una serie mala de catástrofes. Los vídeos grabados con móviles, los gritos de miedo, los coches flotando por las calles como mi barco pirata. Un hombre subido a un alfeizar ajeno. Las sirenas a lo lejos, las luces girando estúpidamente tarde, avisando de un riesgo que ya se había producido. Las familias buscando desaparecidos y los bomberos chapoteando en mierda mientras los gabinetes tuiteaban hashtags de solidaridad y la penúltima gilipollez que se le ocurría a los del retén de guardia.
Supongo que la vergüenza nacional era esto, un reguero de acciones de comunicación inútiles que convierten cada muerte en munición electoral para una campaña que nunca llega. Todo en este nuevo mundo de la comunicación digital se configura como una riada de contenidos asfixiantes e irreconocibles. Un lodo tóxico y maloliente que nos mancha a todos a través de vídeos, bullets, shorts y algoritmos. Riadas de palabras, inundaciones de imágenes, saturación de declaraciones, estados emocionales alterados. Nadie capaz de responder mediante el lenguaje natural a la realidad, o dar una respuesta que no apeste a mentiras sobre qué falló en el desastre. Si se hubiera puesto el mismo empeño en avisar del desbordamiento, si se hubieran hecho los mismos esfuerzos en activar a la UME.
No quiero sonar a Mari Loli, las sales, que me desmayo. Sé que es lo de siempre. En este país ya hemos aprendido hace tiempo que la política contemporánea no renuncia a rebozarse en los sucesos y no se detiene ni en la muerte. Me cuesta bastante pensar que esto que se ha montado tenga algo que ver con consolar y acompañar a las familias que, supongo, podrán descansar la mirada en nuestro Rey que en mitad de este funeral de Estado podrá dar algo parecido a la solemnidad deseada.
El abandono no iba solo de Valencia; somos un espejo roto donde en último término a todos se nos ven las bragas, salpicados por la vergüenza. Por favor, no le digas a mamá que me dedico a esto, es mejor que siga creyendo que trabajo de prostituta en un burdel.
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