Opinión

No es mi fiesta solo es la vuestra

No tenemos nada que celebrar junto con quienes siguen, desde el Parlament y desde las calles, gritando que lo hicieron y lo volverán a hacer

GRAFCAT8176. BARCELONA, 11/09/2024.- Aspecto de la manifestación independentista organizada por la ANC por la Diada del 11 de Septiembre. EFE/Marta Pérez
Una imagen tomada en la última DiadaMarta PérezAgencia EFE

El 11 de septiembre, la Diada, es para el nacionalismo la fecha que todo lo explica, el punto de inflexión que llevó a Cataluña, desde Felipe V hasta la actualidad, a desear la independencia de España.

Seguramente, en una prueba de historia entre alumnos catalanes, esta sería la pregunta que todos contestarían, y lo harían con respuestas casi idénticas. Les explicarían que ese día de 1714, Cataluña perdió su libertad, sus instituciones propias, se prohibió el catalán, se endurecieron aún más las restricciones de comercio con América, miles de catalanes murieron defendiéndola –muchos de ellos enterrados en el Fossar de les Moreres–, y que el héroe que intentó evitar la derrota fue Rafael Casanova.

Para todos y cada uno de esos argumentos que sustentan el agravio que, hasta la fecha, continúa, hay evidencias que sitúan este relato en el ámbito de una leyenda interesada, alejada de la historia documentada. Pero las causas y consecuencias de la Guerra de Sucesión no se pueden discutir: el relato oficial es único y homogéneo. En la Diada no se conmemora una batalla; en la Diada se recuerda que seguimos unidos a un Estado sin nación –el español–, que no ha hecho más que impedir la prosperidad de Cataluña y someterla bajo regímenes no democráticos: ya sea la monarquía de los Borbones, Franco, o la actual «pseudodemocracia» española.

Esa Cataluña que continúa saliendo a las calles cada 11 de septiembre es la resentida por este pasado y por su presente. La que ve al resto de España como ese compañero de viaje que no has elegido, con el que compartes vagón por obligación, al que miras de reojo porque piensas que te va a quitar la cartera en cualquier momento (si no lo ha hecho ya), del que no te gusta ni cómo se viste, ni el libro que lee, y del que te preguntas cómo, un tipo que tiene pinta de ser la primera vez que coge el AVE, ha pagado un billete de primera como el tuyo

Porque el nacionalismo es eso: creerte mejor y con más derechos que tu vecino porque has nacido en determinado lugar, hablas determinada lengua o llevas determinado apellido. Y, por supuesto, no admitir en ese club a quien ponga en duda que tú te mereces más que el resto.

El recuento de los participantes en las manifestaciones de la Diada se ha convertido ya en un clásico. A la espera de conocer el de 2025 y los probables titulares poniendo énfasis en el descenso de asistentes, puedo asegurar que –ya fueran un millón en 2017 o sean 100.000 este año– nunca han representado a todos los catalanes.

Porque muchos catalanes no podemos unirnos y sentir como nuestra esta celebración ni compartirla con quienes dicen querer una Cataluña diversa, plural, integradora, demócrata, tierra de acogida y un largo etcétera de bondades, pero que nos demuestran día a día todo lo contrario.

Con aquellos que normalizan y defienden que la escuela en Cataluña solo sea en catalán, y luego la venden cínicamente como «plurilingüe». Con los que guardan silencio cuando se acosa a familias que quieren que sus hijos «también» estudien en español. Los que justifican o minimizan que se señale a comercios por rotular o atender en castellano. Los que no se extrañan de que TV3 solo tenga invitados o tertulianos que defienden el independentismo, con presentadores que son juez y parte en cualquier debate. Esos debates en los que las entidades participantes son, en el 92% de los casos, independentistas, y si participa un constitucionalista, es a través de Skype, cinco minutos y sin posibilidad de réplica al resto de tertulianos. Esa televisión en la que el mapa del tiempo es el «dels Països Catalans» y a España se la llama «Estado español» o «Península Ibérica».

Muchos catalanes no podemos salir a celebrar una fiesta al lado de quienes incendiaron nuestras calles en 2019. Porque fuimos muchos los que no quemamos contenedores, no levantamos adoquines, no asaltamos aeropuertos ni agredimos a las fuerzas de seguridad. Ni, por supuesto, apoyamos a quienes lo hicieron. No tenemos nada que celebrar junto con quienes siguen, desde el Parlament y desde las calles, gritando que lo hicieron y lo volverán a hacer. Ni tampoco con quienes piensan que debemos seguir contentando a estos niños mimados y caprichosos que siempre piden más.

Entre esos miles de ciudadanos que salieron en 2017 con camisetas amarillas, pero que hoy no lo hacen, habrá algunos que simplemente se han cansado de tanto enfrentamiento, y unos pocos que se sienten desengañados. Entre ellos, y los que nunca vestimos de amarillo, quizá podríamos encontrar un día en el que realmente salgamos a celebrar algo y no en contra de algo. Un día de primavera, con rosas, libros y calles llenas de gente con ganas de encontrarse, sin importar a quién votas o qué lengua hablas. Sueño con ese día.