Opinión

El juicio pendiente a Pujol

Quienes no aceptamos sus disculpas merecíamos unas más trascendentales por haber moldeado un país dividido entre «buenos» y «malos» catalanes

(Foto de ARCHIVO)El expresidente de la Generalitat de Cataluña Jordi Pujol interviene por videoconferencia durante un acto de homenaje al expresidente de la Generalitat Jordi Pujol, en la Casa-Museo Prat de la Riba, a 29 de noviembre de 2024, en Castellterçol, Barcelona, Catalunya (España). El acto, que coincide con la fecha de nacimiento de Prat de la Riba y con el décimo aniversario desde que Pujol dejó la vida pública y política como consecuencia de su confesión sobre su patrimonio perso...
El expresidente de la Generalitat de Cataluña Jordi PujolKike RincónEuropa Press

En el año 2014, cuando saltó el escándalo de la fortuna de los Pujol, muchos ciudadanos catalanes nos quedamos perplejos ante la noticia. Lo hubieras o no votado, descubrir que el hombre que lo había sido todo en Cataluña amasaba (presuntamente) una fortuna en Andorra junto con sus hijos rompía los esquemas para quienes habíamos vivido sus veintitrés años como president.

Fue el final de un mito: del patriarca de los catalanes, de aquel hombre intocable que incluso logró salir reforzado públicamente cuando la Fiscalía General del Estado lo imputó en el caso Banca Catalana. El 30 de mayo de 1984, tras ganar las elecciones por apabullante mayoría, salió al balcón de la Generalitat y acusó al Gobierno de España, en manos del PSOE, de maniobrar contra él en una guerra sucia para quitarle del poder. El Estado contra Cataluña… ¿les suena?

En ese discurso quedó claro que atacarlo a él era atacar a Cataluña, y su frase «Y a partir de ahora, cuando se hable de ética, de moral y de juego limpio, podremos hablar nosotros, pero no ellos» sintetiza en pocas palabras lo que inculcó a la sociedad catalana durante «su reinado»: situar al pueblo catalán por encima del resto, rechazando cualquier crítica y no admitiendo como miembro de ese pueblo a quien pusiera en duda cualquiera de sus postulados.

Pujol se puso tras el escudo de Cataluña cuando lo acusaron de estar implicado en el agujero de Banca Catalana, y le funcionó. Él y los que gobernaban Cataluña eran intocables. Su autoridad era incontestable: la figura de estadista, su influencia en los dos grandes partidos españoles y un control del entramado social, cultural y económico.

En 2005, Pasqual Maragall lanzó una acusación en el Parlament en la que insinuó la trama del 3%: «Ustedes tienen un problema, y este problema se llama 3%». Su frase tuvo el efecto de una bomba. La retiró a las pocas horas; más que arrepentido, entiendo que tembloroso por no haber medido las consecuencias que eso podía tener para el «establishment» catalán. Porque detrás del 3% también estaban quienes habían abonado esas millonarias cifras y se sentaban en puestos de dirección de grandes empresas, jugando el papel de perfectos ciudadanos. Todos aquellos que habían callado décadas de comisiones sin desatar un rumor.

Su imagen de anciano afable no basta para borrar la responsabilidad que todavía sigue proyectándose sobre nuestro presente

Soy de la opinión de que no solo el clan Pujol, sino también los dirigentes de Convergència Democràtica de Catalunya, conocedores del 3 %, estaban convencidos de que eso no era corrupción, de que ese dinero «se lo merecían», «se lo habían ganado». Ellos no eran corruptos; la corrupción era propia de otros, no de los catalanes (con ocho apellidos, claro). Pero todo se desmoronó en 2014: al final, la familia Pujol era una familia de caciques más.

Pero el daño que ha hecho el expresident a Cataluña es mucho mayor que el del 3%. Él envenenó nuestra sociedad tejiendo, sin prisa, pero sin pausa y con muchos recursos, el relato de una Cataluña atrapada en un Estado que la maltrataba; el de un pueblo unido por una historia, lengua y cultura propias, sin lazos con el resto de España. Ese relato tóxico lo inoculó a través de la escuela, de la cultura, de los medios de comunicación, del mundo empresarial, del tejido social y de asociaciones como Òmnium Cultural, a la que convirtió en «la madrasa» del independentismo.

Y lo hizo con «El Programa 2000», un proyecto de ingeniería social o de construcción nacional –como ustedes prefieran llamarlo–, que se hizo público en 1990 y que a casi nadie espantó, del mismo modo que no lo hicieron las acusaciones de Maragall.

Ese Pujol que hoy rinde cuentas ante la justicia negociaba caros sus apoyos al PP o al PSOE. En ese tiempo se minimizaba cualquier peligro por esas cesiones: hoy les damos esta competencia, mañana la otra; hoy la de educación, mañana reducimos la presencia de los cuerpos de seguridad del Estado, y pasado te montan un referéndum ilegal utilizando las escuelas… y has de llevar a la policía a alojarse en un crucero con un Piolín a babor.

En los últimos años hemos asistido a un intento de rehabilitar su figura, en el que han participado incluso el actual president de la Generalitat. Aunque pidió disculpas por su fortuna escondida en Andorra, nunca ha reconocido que fuera ilícita, y parece que algunos están dispuestos a aceptarlas benévolamente.

Otros no aceptamos esas disculpas y creemos merecíamos unas más trascendentales por haber moldeado un país dividido entre los «buenos» (los nacionalistas) y los «malos» catalanes (los que no lo eran). Nunca lo juzgarán por ese daño, pero quienes hemos vivido sus consecuencias sabemos que su imagen de anciano afable no basta para borrar la responsabilidad que sigue proyectándose sobre nuestro presente.

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