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Opinión

La nación desajustada

Dos grupos habitan el mismo país, comparten calles y afectos, pero viven en tiempos distintos. Unidos en lo visible, dejan de reconocerse en un mismo futuro

Congreso de los Diputados. Cristina BejaranoLa Razón

Lo más inquietante de nuestro tiempo no es el estruendo de las crisis, sino su domesticación: hemos aprendido a vivir en un temblor continuo, a hacer del sobresalto un paisaje. España se ha habituado a esa intemperie en la que nada se derrumba por completo, pero nada permanece en pie con firmeza. El país entero –su política, su opinión pública, su pulso social– ha asumido el vaivén como norma, la oscilación como destino.

Hubo una época en que el curso de la vida pública discurría sin sobresaltos. No era vibrante ni memorable, pero esa monotonía –gris, incluso tediosa– servía de cimiento a una confianza profunda: el tiempo jugaba a favor, y la promesa de que cada generación viviría mejor que la anterior parecía razonable.

Se podía creer que el sistema, con todas sus imperfecciones, sabría sostener las aspiraciones personales y colectivas de una sociedad que caminaba, si no con entusiasmo, sí con confianza en el porvenir. Sobre esa certidumbre –más que sobre cualquier ideología– descansaba la cohesión íntima del país. Y en esa confianza había algo más que optimismo: era la convicción de que el futuro era un territorio abierto, un lugar hacia el que valía la pena avanzar.

Pero las certezas que la sostenían se han roto. Muchos descubren hoy que hicieron todo cuanto se les pidió –trabajaron, estudiaron, obedecieron las reglas– y que, aun así, su esfuerzo no ha abierto camino. La distancia entre las promesas recibidas y la realidad ofrecida es tal que el desencanto se ha convertido en una forma de mirar el mundo: ya no se desconfía de un partido o de un político concreto, sino del armazón entero del sistema. Las instituciones, a sus ojos, pesan menos porque ya no cumplen lo que insinuaban, y desde esa decepción se interpreta todo lo que ocurre.

Frente a ellos están quienes aún se sienten sostenidos por la trama social. Creen que el esfuerzo sigue teniendo recompensa y que, pese a las grietas, el edificio se mantiene en pie. Conservan una serenidad que los otros ya han perdido porque, sencillamente, no pueden permitírsela. Esa distancia –entre la esperanza que persiste y la que extingue– es la fractura más honda de la España actual.

Dos grupos habitan el mismo país, comparten calles y afectos, pero viven en tiempos distintos. Para unos, el porvenir se ha encogido hasta casi desaparecer; para otros, sigue desplegado, aunque con dificultades. Esa dislocación temporal altera la noción misma de comunidad: deja de haber un horizonte compartido y se impone un presente fragmentado, en el que convivir no significa necesariamente caminar en la misma dirección.

No es solo una división económica: es también moral, emocional, cultural. Los que se sienten fuera miran la tranquilidad de los otros como ceguera o privilegio. Los que se saben dentro contemplan el malestar ajeno como queja o exageración. Y en esa incomunicación nace un foso silencioso que no necesita ideología para profundizarse: basta con que cada quien interprete la misma realidad desde expectativas irreconciliables. Una noticia puede ser, para unos, prueba de resistencia; para otros, confirmación del agotamiento.

La política se deforma en ese espejo roto. Un anuncio oficial se convierte, para unos, en farsa; para otros, en señal de continuidad. Las palabras se desgastan, las decisiones pierden significado, y cualquier gesto basta para abrir una brecha.

Una reforma puede ser esperanza o trampa, un pacto madurez o decadencia. No se trata de derechas o izquierdas, sino de dos maneras de habitar el mundo: quienes todavía confían en que el esfuerzo tiene sentido, y quienes, sin embargo, sospechan que el reparto terminó sin ellos.

Hay además una carencia menos visible: quienes toman decisiones lo hacen a partir de diagnósticos simplificados, que reducen una fractura profunda a un simple problema de gestión. Confunden el cansancio con protesta, la precariedad con ideología, y actúan sobre los síntomas sin mirar en absoluto las causas.

A ello se suma una ruptura de tiempos: el poder vive pendiente de calendarios breves –encuestas, titulares, campañas–, mientras que la sociedad arrastra preocupaciones que no caben en ese horizonte corto.

Así, las respuestas llegan con el ritmo equivocado: tarde para quien espera cambios reales, pronto para quien solo busca un rédito inmediato. Y esa desconexión, más que la mala fe, explica en gran parte por qué la herida no deja jamás de ensancharse.

De esa fractura nace la incomodidad que atraviesa nuestra vida pública: la certeza de que el país sigue en pie, pero ya no comparte una misma experiencia del porvenir.

Esa –más que el ruido parlamentario o la disputa ideológica– es la polarización que de verdad erosiona el presente: la de una nación que aún comparte espacios, leyes y lenguas, pero no expectativas; que sigue avanzando, aunque cada parte lo haga mirando en dirección distinta.

Un país que permanece unido en lo visible, pero que ha dejado de reconocerse en un mismo futuro; una nación desajustada.