50 años de Monarquía Parlamentaria
Los primeros consejeros del Rey
Suárez, González, Aznar, Zapatero y Rajoy no lo tuvieron fácil con Don Juan Carlos, soberano solo de título al nacer la monarquía parlamentaria. Uno le puso límites y con otro llegó a la excepción: consagró una amistad
En 1975, una muerte y un nacimiento cambiaron para siempre la Historia de España. En la mañana del 22 de noviembre, cuando miles de españoles desfilaban por el Salón de Columnas del Palacio Real para despedir, con tristeza o alivio, a quien había sido Jefe del Estado durante casi cuatro décadas, amortajado a los pies de un crucifijo, las Cortes franquistas celebraban la proclamación de Juan Carlos de Borbón y Borbón como Rey de España. Aquella mañana tuvo lugar el hito fundacional de un proceso, la Transición, que culminó en la primera Monarquía parlamentaria. Un sistema moderno y novedoso –por tanto, desconocido–, en el que la palabra soberano era solamente un título, puesto que el Monarca, una vez aprobada la Constitución de 1978, cedió toda la soberanía al pueblo.
Por delante, un campo que sembrar y un camino por recorrer. El Palacio de la Zarzuela, describe una persona que conoció bien sus recovecos, «era como una especie de almacén vacío», donde no había prácticamente… «nada». Fueron dos personas, dos jefes: Nicolás Cotoner, marqués de Mondéjar; y Sabino Fernández Campo, quienes sentaron las bases de lo que hoy es la Casa Real. Ellos codificaron su funcionamiento y, sobre todo, la relación con otro palacio, no muy lejano: el de la Moncloa. Tocaba dar cumplimiento con la Carta Magna, que estipulaba en su Título II las atribuciones del Rey: arbitrar, moderar y representar.
A partir de ahí, muchas son las incógnitas sobre cuál ha sido y es la verdadera relación entre los jefes del Estado y el Gobierno. ¿Qué trato se dispensan? ¿Quién manda sobre quién? ¿Hay filias? ¿Y fobias? En ese sentido, también son muchos los mitos que han rellenado las crónicas de la democracia. Como la supuesta enemistad entre Don Juan Carlos y José María Aznar. Vayamos por partes. Porque el origen comienza con una excepción: Adolfo Suárez.
«Tuvieron una relación familiar», explican fuentes próximas a Don Juan Carlos. «Incluso los hijos se veían con frecuencia, tenían trato. Las generaciones siempre pesan». Y, cómo no, la camaradería entre dos personas que pilotaron, mano a mano, la demolición de una dictadura y la construcción de una democracia. Quienes tuvieron trato con los dos, admiten que lo que bien empezó, no tan bien terminó. «Hay una cierta tendencia a matar al padre y Adolfo tuvo dos años finales muy complicados, en los que su Gobierno se convirtió en la casa de los líos y, claro, algunos llegaron a la Zarzuela». El tiempo acabó por suturar heridas y, como distinción, Suárez, además de un ducado, recibió el honor de formar parte de la nómina de amigos del Rey, que se cuentan con los dedos de una mano. Porque, un rey, en ningún caso, es «colega» del presidente. «Don Juan Carlos era campechano, pero el Rey es el Rey y tenía un gran auctoritas».
La Constitución es clara: los actos del Rey son refrendados por el Gobierno y las leyes, sancionadas y promulgadas por el Rey. «El Rey tiene una autoridad, un poder, pero a quien tiene que atender es al Gobierno», explica Jorge Moragas, jefe de Gabinete de Mariano Rajoy en la Moncloa y el interlocutor con la Casa Real. El día a día, reconoce, «no está reglado». Cada Gobierno tiene su manual. Pero hay una tradición inmutable: si el presidente del Gobierno es el primer consejero del Rey, todo se dirime en los despachos semanales, las tradicionales reuniones privadas en las que ambos abordan las cuestiones políticas de primer orden, planificadas por los segundos niveles.
Con Felipe González, presidente más longevo del «juancarlismo», el primero que llevó las relaciones con la Casa fue Alfonso Guerra, que incluso llegó a sustituirle en los despachos que llevaba con «mucha rigurosidad». Después, turno para Alfredo Pérez Rubalcaba. Y Narcís Serra. Conocida es la calidez que unió al primer presidente socialista con el Rey. Incluso se llegó a rumorear que la Familia Real cogió en alguna ocasión la papeleta del PSOE. Extremo imposible. Básicamente, porque la Familia Real nunca vota por razones de su neutralidad institucional. De aquellos años, trascendió también alguna cuita, fruto de la libertad con la que se empezaba a manejar un Rey que había pasado a la historia demasiado pronto. En 1992 no se pudo acometer un nombramiento gubernamental porque Don Juan Carlos se encontraba fuera de España. Lo desveló Felipe González a la Prensa, que no ocultó su enfado.
Con José María Aznar, «dóberman» de la izquierda, llegaron las habladurías. Dos décadas más tarde, lo desmienten tanto personas que trabajaron con Su Majestad como quienes formaron parte del Gobierno. Es el caso de Javier Zarzalejos, entonces secretario general de la Presidencia y encargado de la relación con Zarzuela. «Tuvo una buena relación con el Rey, de gran lealtad. Y muy dedicada. Aznar invirtió mucho tiempo y dedicación en la relación con el Monarca. No solamente en el mantenimiento estricto de la secuencia de despachos semanales, sino en cuidar su proyección internacional». Lo corrobora el general Félix Sanz Roldán, antaño jefe del Estado Mayor de la Defensa, director del CNI una década (entre 2009 y 2019) y una de las personas más próximas a Don Juan Carlos, que añade: «Ha tenido buena relación con todos los presidentes, entre otras cosas, porque es casi imposible que alguien se pueda llevar mal con él. Tiene muy buen carácter».
Sí coinciden todas las fuentes consultadas por este diario en una conclusión: si ambos jefes –de Estado y de Gobierno– tuvieron sus diferencias, que llegaron a tenerlas, nadie lo niega, quizás se debió al escrupuloso seguimiento que trazó Aznar sobre la vida pública, y privada, de Juan Carlos I. «Fue el único que le puso unos límites», zanjan fuentes que vivieron aquella etapa en primera persona. Y, a la postre, alguien próximo al Monarca, apostilla: «Se ha demostrado que fue para bien».
Con José Luis Rodríguez Zapatero coincidieron dos carismas. Imposible un rictus serio. Y un problema: Corinna, el «mayor error» de la vida de Don Juan Carlos, reconocido por él mismo. Dos secretarios generales de la Presidencia, Nicolás Martínez Fresno y Bernardino León y, otra vez, Rubalcaba, fueron los interlocutores con la Zarzuela. Y llegó Rajoy, cuando tuvo lugar el punto final del «juancarlismo», repleto de luces y sombras. Fue su último gran colaborador, por principal autor de una operación histórica que entrañaba un altísimo riesgo en un contexto incierto: la abdicación de un Rey y la proclamación de otro. Un proceso que, visto lo visto, acabó en éxito.