Sexo

Cosa de tigres por José Luis Alvite

La Razón
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No asistí al parto de ninguno de mis hijos, raras veces empujé sus cochecitos por la calle y admito que jamás sentí la necesidad de potenciar la feminidad que, por lo visto, los hombres solemos llevar oculta bajo una capa de rudo hule masculino. Por muchas razones me gustan las mujeres; las que son hermosas, porque estimulan mi actitud artística y excitan mis instintos; y las otras, las que carraspean como frailes en los trenes, porque resulta apasionante averiguar los abisales misterios de la feminidad. Meterse en la cama de una mujer hermosa constituye un placer inenarrable, pero es también interesante deslizarse en el complejo entramado mental de la anciana venerable. En cambio me confieso incapaz de imitar ciertas conductas femeninas a las que son tan aficionados esos «progres» de salón que acompañan a sus esposas al ginecólogo y mientras ellas aspiran para acompasar la respiración a la génesis del parto inminente, ellos sienten la sensación de estar compartiendo la obstetricia de su pareja. No es mi caso y no siento el menor complejo por mi actitud tan anticuada. Yo puedo compartir el entusiasmo por un embarazo, servir de apoyo y angustiarme con la incertidumbre previa al parto, pero, sinceramente, no consigo dilatar. ¿Es eso algo malo? ¿Una señal de inequívoco machismo?¿Es acaso preocupante que los tigres de Bengala no coman fresas? Repito que yo jamás he tenido esa clase de complejo y me he relacionado armoniosamente con las mujeres sin sentirme incómodo por no poder relevarlas en el momento de amamantar a sus bebés. Discuto con ellas y encuentro agradable incluso la suerte de discrepar. Si nos llevamos bien será porque, como estoy un poco mayor, encuentran razonable que no me sienta inferior si soy de los que creen que John Wayne perdería mucho si en la mejor escena de «Centauros del desierto» con el rasgo cítrico de la furia irrumpiese en su rostro el dulce goteo de la ovulación.