Pekín

Banalidad del aborto por J A Gundín

La Razón
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Lo que desconcertó a Hannah Arendt del criminal nazi Adolf Eichmann, el más letal esbirro de Hitler al servicio de la Solución Final, fue su aspecto de hombre normal, incluso su carácter pulcro y correcto, sus ademanes educados, su plácida ancianidad que afrontaba el epílogo de sus días sin un átomo de remordimiento o de amargura. Eichmann, allí sentado en el banquillo de un tribunal israelí, era como cualquier otro veterano de guerra y ni una sola arruga de su rostro desvelaba el horror de las cámaras de gas. Para explicar el desasosiego que le causaba aquel personaje, la judía Arendt acuñó la expresión «banalidad del mal», esa difusa atmósfera social que se crea cuando las personas normales no se preguntan sobre la bondad o maldad de sus acciones: simplemente se limitan a actuar, con mayor o menor celo, de acuerdo a las leyes y reglas del sistema. Como Eichmann, miles y miles de alemanes corrientes actuaron bajo el nazismo como eficientes funcionarios, deseosos de progresar en sus carreras, sin cuestionar la naturaleza moral de sus actos. Lo mismo sucedió bajo los regímenes comunistas, poblados de eficientes burócratas que ordenaban los asesinatos con el aseo reglamentario.

China ni ha sido ni es una excepción. El disidente Cheng Guangcheng, recién liberado gracias a la intervención de Estados Unidos, fue encarcelado y torturado por denunciar la ejecución de millones de abortos forzados debido a la política de hijo único impuesta por Pekín, cuya imagen más atroz la pudo contemplar el mundo hace poco: una joven era obligada a abortar y a dormir en la misma cama con el feto muerto para escarmiento propio y advertencia general. Que luego las autoridades chinas pidieran excusas por la crudeza de las fotos sólo añade cinismo al espanto. La «banalidad del mal», sin embargo, no es cosa del pasado ni exclusiva de regímenes totalitarios. La propia sociedad democrática alberga en sus recovecos zonas oscuras donde germina y se practica con todas las bendiciones legales. Meses atrás se supo que en Gran Bretaña y en Canadá hay clínicas que realizan abortos porque el sexo del feto no es el que esperan sus padres, sobre todo cuando es niña. Habría sido deseable que las ruidosas feministas, flagelo de Ruiz-Gallardón, hubieran levantado la voz ante este «aborto de género», pero se han callado como mudas. Tal vez porque en España es posible cometer legalmente ese tipo abortos amparándose en la vigente ley de plazos, que lo eleva a la categoría de derecho y lo permite sin restricción en las 14 primeras semanas. Esta es la banalización del mal que aterró a Arendt cuando profundizó en las entrañas del horror. Ahí sigue. Con otras máscaras y otras justificaciones, pero ahí sigue.