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La enseñanza como problema

La Razón
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Recordaba Mario Vargas Llosa en el discurso de la recepción del Premio Nobel que, cuando contaba cinco años, el hermano Justiniano, del Colegio La Salle de Cochabamba (Bolivia), le enseñó a leer y que la lectura le abrió un mundo mágico, pleno de aventuras maravillosas. No sé si este fenómeno puntual y que sirve de arranque de un escritor excepcional se repite a menudo, aunque ahora, gracias a los pedagogos, algo más tarde. Lo cierto es que el aprendizaje de la lectura y, en consecuencia, la comprensión de lo que se lee, se produce durante la infancia. Los primeros años marcan la vida del ser humano en muchos órdenes. Es una enseñanza calificada como Primaria o básica que puede alcanzar una considerable importancia en los años posteriores de formación. Sean cuales sean los planes de estudio, en muy escasos años de aprendizaje el bebé se convierte en un ser humano y en ello influirán sus condiciones de vida, la actitud de los progenitores, el ambiente que le rodea y ciertas normas elementales de conducta. El aprendizaje no debe entenderse como represivo, sino, al contrario, conducir a la niña o al niño a territorios desconocidos y sugerentes hasta adquirir hábitos que posteriormente se transformarán en lo que llamamos cultura y que consistirá, ya en la edad adulta, en ir olvidando lo que se aprendió, dejando, sin embargo, su poso. Leer significa entender, no sólo aprender a convertir signos en sonidos, y entender significa despertar, ya desde la infancia, la curiosidad por saber, conocer, incluso justificar razonando lo que gusta o disgusta. Educación ya es ilustración y espíritu crítico, una primera madurez en la que, desde una difícil adolescencia, la persona deberá tomar sus primeras decisiones importantes, incluso sobre su formación.
Creemos que la reforma de la enseñanza pasa por una mejor Universidad. Pero sin maestros de educación básica vocacionales y preparados –formados en las aulas universitarias– la pirámide educativa no funciona. Los intentos renovadores que se dieron en los años anteriores a la República, en el pasado siglo, y que culminaron en lo que J.C. Mainer calificó como «edad de plata» en el ámbito cultural y científico, tienen sus orígenes en esfuerzos planeados desde la Universidad, aunque dirigidos a los enseñantes de las aulas que ocupaban los más jóvenes. El PP, el PSOE y alguna que otra formación política más están de acuerdo en que una Ley de Educación resulta ya imprescindible, que ésta ha de constituir el cimiento sobre el que asentar cualquier renovación que se desee. Sin embargo, aunque exista buena predisposición, la política aleja cualquier acuerdo. Y a cada año, el problema de lo que se llamó «Instrucción Pública», «Enseñanza» o «Educación» nos aleja algo más del crecimiento y del deseo por todos compartido de no bajar en este aspecto de los niveles europeos altos, como se está comprobando cada dos años una y otra vez con el informe Pisa. Estamos, con diferencias autonómicas, en la media. Educación, enseñanza o instrucción representan diferentes actitudes: no son sinónimos equivalentes. Nuestros niños de corta edad no son ni menos inteligentes ni están más condicionados que los de nuestro entorno. Falla, por descontado, la enseñanza Secundaria, pero conviene preguntarse si tales fallos, fracasos escolares en ocasiones inexplicables, no tienen su origen en una enseñanza Primaria bastante ineficaz, poco exigente o inteligente, si los métodos que aquí se aplican resultan oportunos. Antes, los niños eran educados por maestros. Pero serlo de verdad no resulta fácil, como tampoco lidiar con un número excesivo de niños por clase.
Tal vez el hermano Justiniano, quien posiblemente no había pasado por la enseñanza superior, tenía vocación de magisterio y no debía ser poca cuando tantos años después el escritor peruano recuerda incluso su nombre. Los planes de enseñanza, por excelentes que sean, los aplican mujeres y hombres que nunca han tenido en nuestro país la consideración que se merecen. Puede parecer sencillo educar en una guardería pública o privada o acogerse a cualquier centro de primera enseñanza, puesto que, se supone, aprender a leer o a escribir o recibir los más elementales conocimientos matemáticos o científicos requiere tan sólo buena voluntad. Y es cierto que, sin adentrarnos en algunas psicologías infantiles que pueden resultar más complejas, el papel de quien enseña es el de un maestro, un iniciador en los conocimientos. Todos tenemos en la mente algún profesor que nos impresionó no sólo por sus conocimientos, sino por su interés en comunicárnoslos. No se trata de seres excepcionales, llamados a dirigir el centro. Para ser un buen maestro sólo se necesita desear serlo. Lo difícil consiste en lograr la vía de entendimiento entre el adulto y el niño. Porque cada pequeño vive en un mundo propio que, además, se modifica cuando se reincorpora al medio familiar. Hacer las cosas bien o no hacerlas tampoco es una consecuencia de la política. Debería considerarse el principio básico para todo. Un país que no aprecia el esfuerzo educativo desde el origen mismo de la enseñanza no logra avanzar. Con buenas ideas, sin llevarlas a la práctica, tampoco. Invertir en enseñanza, en cultura, en ciencia, sirve para atacar el núcleo duro de la crisis. Los pactos de Estado, que entendemos imprescindibles, podrían empezar por la enseñanza. Y déjense de excusas.