El derbi de Champions

Gastronomía
A este paso un día nos encontraremos que los propios premios Valle-Inclán en el teatro son las burbujas de la vida, la consistencia de la mejor pasta al dente o el vino más alambicado que imaginarse puede. Lo mejor de estos momentos, de estos premios por elección, es que tienen que acabar siendo democráticos y luchar con sus ingredientes por los triunfos de la originalidad, que no son sólo gracias a los fogones, sino a todo lo que se cuece en esta vida. Al personal, los suministradores, los que traen las botellas decorando estrellas como para realzarse de una mayoría de oropeles, el «glamour» de etiqueta del lujo y saboreando su propio delantal a mordiscos, en una autosuficiencia del sabor que otros restaurantes no pueden alcanzar de forma ambulante. Hasta que se ponga de moda el plato portátil y toda la alta cocina se lleve a cuestas y, a ser posible, bien plegada. Pequeños bocados que satisfacerán a la clientela corbata, una americana suculenta o una camisa deliciosa. Todo será perfectamente deglutible y un sabor tan logrado que nos trasladará a países exóticos decorados. Mares de ensueño donde puebla gente de gusto sibarita y todo alrededor brilla con un placer inesperado.
Los restaurantes se esforzarán por perfeccionar la fórmula de estos productos, entre cocineros y sabios, y hasta la estrella Michelin se acabará consumiendo en su propia glotona grandeza con objetos glotones que terminarán tirados en la puerta del restaurante. Los platos van mejorando tanto y de tan mínimo modo que acaban dando miedo, asco con su vida propia. Cada vez más tenaces en su orgullo particular. Cuando deberían conformarse como lo que son: invenciones culinarias de mejor o mayor acierto.
El derbi de Champions