Literatura

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Ni debemos pensarlo

La Razón
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Realmente la existencia de los campesinos de la novela «Chevengur» de Platonov, que antes iban a Kiev en peregrinación, «cuando la fe ya se les había erosionado, y la vida se les había convertido en el tiempo que les quedaba por vivir», percibían perfectamente que ya no les resultaría posible vivir en la alegría en que habían vivido, aunque no podían decirlo y tampoco deberían pensarlo. Ya era demasiado tarde para todo. Pero es que nosotros, ahora mismo, no sólo estamos de nuevo en parecida situación del día después de la almoneda de todo lo recibido, sino que, en el ámbito de nuestra percepción de la cultura española, y del pensar y sentir mismo de la realidad de España, nos encontramos también con que no debemos pensar otra cosa sino que estamos en la plenitud de los tiempos, porque también es tarde para todo, y ese todo se nos ha convertido ya en el mero tiempo de contar lo que a España y a la cultura española les resta para desaparecer. No hemos hecho otra cosa que subastar o liquidar todo a cien pesetas, más o menos en los últimos treinta años. España ya no era una realidad, o un valor moral y cultural, para las últimas generaciones que estudiaron en los últimos sesenta, pero tampoco porque se consumieran especiales literaturas y filosofías –que estos asuntos nunca liquidan la inteligencia ni el ser mismo de nadie–, sino por las sub-literaturas, los sub-pensares y los sub-sentires que, de repente hicieron que todo lo que constituía el acervo más sólido y profundo de la cultura española y europea pasó a ser una antigualla. Nos hartamos de afirmar que el viejo rostro pálido muerto Miguel de Cervantes, y con él todos los demás, nada tenían que decirnos, porque ya nada es nada, y ya no quedaban sino las cuestiones prácticas o de arreo y aprovechamiento de la granja humana, y la conformación psicológica del ganado o «ingeniería de almas». Y obviamente la vieja cultura española era una rémora que no permitía extender la suntuosa alfombra de recepciones para la del Gran Granjero. España debía volver a ser la antigua «Tierra de Conejos», un mero territorio o geografía, que había que reordenar en vista a las puras necesidades de la granja rentable, o granja-paraíso. Todo estaba ya muerto, según se nos repetía en esos años, y había que apresurarse a su venta y alquilaje, o almoneda. Era de una lógica implacable, y odioso resultaba oponerse a ello. Estas tan lógicas proposiciones no parece, sin embargo que fueran siquiera concebibles para un no español –incluso si yo no metería la mano en el fuego por las conciencias de identidad de la Europa de los tratantes–; pero no hay ni un síntoma lejano de que los italianos, alemanes, franceses, ingleses y etc. odien la historia que les llevó a ser lo que son. Mas España es diferente, y, desde años atrás, el Reinado de los Reyes Católicos que la hizo, pongamos por caso, se puso a irrisión hasta en las tabernas por los juglares, pero también en las aulas; y hasta se ha disparado el odio hacia él como en el túnel del tiempo. Y con el éxito de toda sub-cultura.Y esto parece agradarnos extremadamente. Se dice que don Antonio Cánovas del Castillo dijo, para expresar con humor su desolado pesimismo, que español era el que no podía ser otra cosa; pero es que ahora se ha decidido que no se puede ser español sin oprobio ni vergüenza, y sin la ocultación o el repudio de su historia. Y el señor Miguel de Cervantes causa odio o risa, cuando se lee porque de lo más orgulloso que se mostraba en su vida era de haberse hallado en la «más alta ocasión que vieron los siglos»; esto es, en Lepanto, que supuso la supervivencia de la Europa entera. Pero esto ya ni podemos pensarlo, o por lo menos no debemos, porque quizás alguien podría sentirse ofendido.