Pontevedra

LLEGA A LA POLÍTICA NACIONAL: De Pontevedra a Madrid

En el Congreso de Sevilla, en abril de 1990, Fraga dimite, Aznar accede a la presidencia del PP y se produce el cambio generacional: la misión de «construir un partido de amplio espectro»

«En 1982 fui nombrado director general de Relaciones Institucionales de la Xunta de Galicia. Ese cargo me sirvió para conocer y participar en el nacimiento del Estado de las autonomías»
«En 1982 fui nombrado director general de Relaciones Institucionales de la Xunta de Galicia. Ese cargo me sirvió para conocer y participar en el nacimiento del Estado de las autonomías»larazon

Al cabo de poco tiempo, recibí una llamada en la que se me citaba a una entrevista con el presidente del partido para el lunes siguiente. No sospechaba lo que se me iba a proponer.
Aznar, un poco inesperadamente, me ofreció ser el vicesecretario de Acción Electoral, muy posiblemente por influencia de Manuel Fraga y Pío Cabanillas.

Debo referirme brevemente a Pío Cabanillas, persona por la que tuve un gran afecto y con quien transcurrí muchas horas hablando de cuestiones muy diversas. Solía pasar los veranos cerca de donde yo veraneaba y me invitaba a cenar varias veces para charlar. Me contaba historias y anécdotas de su vida política, y fue una gran ayuda para saber valorar situaciones y a determinadas personas. Es uno de los políticos de los que más he aprendido, por su inteligencia y su experiencia. Siempre me mostró gran generosidad y ganas de apoyarme en todo lo que pudiera.

Aquella oferta de Aznar me cambiaba bastante la vida, porque me obligaba a ir a Madrid y alterar los planes de futuro que había hecho. Pero también era una gran oportunidad y un desafío.
Yo estaba muy de acuerdo con la nueva orientación del partido, con el objetivo de crear una fuerza política amplia, similar a los grandes partidos europeos de centro derecha, con capacidad de ganar al partido socialista integrando demanera flexible a todos los votantes que no se sintieran socialistas o de izquierda radical. Era 1990, tenía treinta y cinco años, y obviamente no parecía que pudiéramos ganar inmediatamente, pero sí trabajar con eficacia dentro de un horizonte temporal razonable. En el centro derecha español se estaba produciendo un gran cambio generacional, y había que modernizar y poner al día sus planteamientos tradicionales.

Estuve pensándolo, pues me costaba salir de Galicia, pero me pareció que valía la pena arriesgarse y decidí abandonar mi carrera profesional, a mi familia y a mis amigos, que estaban en Pontevedra. Me fui a vivir a Madrid a casa de un hermano mío y comencé a participar en las tareas cotidianas de dirección del partido. Lo primero que tuve que hacer a los pocos meses de llegar fue ocuparme de las elecciones vascas de 1990. Una experiencia muy interesante y que me hizo conocer a muchas personas de gran valía, como Gregorio Ordóñez, tristemente asesinado por ETA, Leopoldo Barreda o María José Lafuente, entre tantos otros compañeros de gran coraje y valentía.

El candidato era Jaime Mayor Oreja, a quien había conocido meses antes, y a quien traté mucho en esas elecciones vascas de 1990. Nuestro objetivo estribaba en pasar de los escasos dos diputados con los que contábamos a los cinco que eran necesarios para poder formar grupo parlamentario propio.

Obtuvimos un buen resultado, pues conseguimos seis escaños, aunque todavía nos quedamos lejos de alcanzar los 106.000 votos que habíamos logrado en las elecciones generales.
Fue una campaña muy intensa, de las que hacen vibrar los sentimientos más íntimos. Yo estaba acostumbrado a Galicia, donde se organizaban mítines multitudinarios, pero en el País Vasco en esa época ser candidato o dirigente del Partido Popular, o incluso militante, era jugarse la vida todos los días. Fue allí donde vi más generosidad, idealismo y entrega en política. Vi a gente que estaba muy convencida de lo que hacía, de por qué era necesario hacer lo que estaba haciendo, y con un fuerte compromiso con los demás y con su tierra.

Celebrábamos unos mítines modestos; no sufríamos acoso permanente, pero el miedo era muy palpable. En esos años, ETA mataba sin piedad. Hubo muchos atentados y nuestros compañeros temían ser asesinados. No tenían escolta. Sin embargo, sin escolta íbamos a todos los sitios adonde creíamos que hacía falta. Era –como lo siguen siendo hoy los dirigentes actuales– gente de gran valor y temple personal.

Recorrí las tres provincias vascas de arriba abajo. Como no me conocía nadie, podía andar libremente por la calle, meterme en los pueblos, hablar abiertamente con la gente, ver desde dentro lo que estaba ocurriendo. Conocí a muchos de nuestros militantes y confirmé mi impresión de que había gente con mucha ilusión, con muchas ganas de pelear por lo que creía.