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La Razón
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Con las maldiciones bíblicas del sudor y el dolor en los partos nos vino a la humanidad la expulsión y a los varones en particular la habilidad de hacer un problema de las cosas más tontas. Algo tan sencillo como deshacerse de los residuos líquidos lo encaran las señoras en actitud sentada, tranquila y paciente, dejando que obre la gravedad unida a las ganas, mientras que se han apañado los hombres para hacer de la misma cuestión un asunto artillero, una prueba de cálculo, pulso, temple y (creen ellos) hombría. Un hombre meando es, en todo caso, un hombre a prueba que se está jugando el ego en la gestión. Por eso, desde los menhires de los celtas hasta la torre Eiffel, pasando por los obeliscos egipcios, parece el varón empeñado en erigir monumentos altivos dirigidos a los cielos, erectos como ellos mismos se quieren, lo que avala su inclinación a la artillería y su preferencia por las especialidades antiaéreas. Pero el principio de maldad intrínseca de la materia ha querido que las consecuencias de una y otra actitud interfieran las relaciones entre sexos, debido fundamentalmente a las costumbres altivas de los hombres, incapaces de atender el ruego atávico de las mujeres: levanta la tapa y el asiento, tira de la cadena (por cierto, ya no hay cadenas), baja la tapa y el asiento y tu chica será feliz un día más. Y quizás todo radique en que compartir cuarto de baño resulta desmitificador hasta para los amores más asentados, además de que los hombres no parecen merecerse más que aquellos urinarios de cine de barrio, adosados a la pared y con un río de agüita amarilla corriendo a sus pies; se merecen eso, la próstata y sus desventuras.