Crítica de cine

Diosas de gonorrea (III)

La Razón
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Al cabo de tantos años en el Savoy no creo haber llegado a grandes progresos morales, no sé si porque analizo poco las cosas que hago, por mi natural resistencia a distinguir entre el remordimiento y la cefalea, o, sencillamente, porque pudiera ocurrir que las cosas sean buenas o malas según sean sus consecuencias. Hace años le escuché a un tipo de madrugada en el Savoy que el paso del tiempo actúa con respecto a la moralidad de nuestros actos del mismo modo que el organismo cuando uno se aburre de los sabores. «Lo que queda después de repetir los alimentos hasta la saciedad –dijo– es la sensación de que la comida suculenta y la comida infame producen el mismo placer al hacer de vientre». Podría haber llegado más alto si fuese más combativo, o caer más bajo si me hubiese abandonado más de lo que lo hice, pero me he dejado llevar por esa combinación de esperanza e indolencia que te mantiene en un lugar impreciso entre el éxito y el fracaso, como decía el viejo Pavesse que sobreviven los hombres que sólo consideran sensato el peligro que supone no arriesgar. Incluso para el estancamiento se requiere cierta tenacidad. A veces pienso que sobrevivo gracias a las decisiones que no he tomado. Creo que fue en una columna de Chester Newman donde leí hace algunos meses que «ser el primero en acertar no siempre resulta más inteligente que ser el último en equivocarse». Por otra parte, como ocurre en las guerras, no dar demasiado en la vista puede que te prive del honor de ser un héroe, pero te ahorra la desgracia de ser un cadáver. Me lo advirtió en el 74 un tipo en el Savoy: «Atracar un bar para comprarle flores a tu chica es un riesgo absurdo si piensas que puedes conseguir lo mismo robando una rosa en la tumba de su padre». De lo que se trata es de compaginar las expectativas y las posibilidades, sin olvidar el riesgo de fallar, de modo que jamás des hacia un objetivo más pasos de los que necesites para recular. Caso de que se interponga la conciencia, puedes adaptar a tu caso la idea de Muriel McCall: «Cuando era decente, la conciencia me libraba de las cosas inmorales; ahora, cielo, la conciencia sólo me pone difíciles las cosas caras».