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El amor y el dentista

La Razón
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Creí que cosas semejantes sólo ocurrían en las películas con pololos y que en el mundo real las mujeres confesaban sus sentimientos sin vacilaciones. Me equivoqué. Las mujeres de mi vida siempre se tentaron la ropa antes de reconocer abiertamente sus emociones respecto de lo nuestro. Como en el cine antiguo, me salían con que estaban confusas y necesitaban tiempo antes de responder. Ante una situación así, uno se queda perplejo y duda qué rumbo tomar, si esperar a que transcurra el plazo de tiempo o insistir con la esperanza de provocar una decisión inmediata. Nunca entenderé que alguien necesite esperar días o semanas para descifrar una emoción personal, como si el corazón fuese un candado. El amor, como las ganas de mear, es algo que se identifica al instante. En ambos casos lo normal es hacer lo que te pide el cuerpo, sobre todo si tu pretendiente o el retrete están a mano. ¿Qué hacer entonces? Por lo que a mí respecta, cualquier cosa menos aceptar el compás de espera. Prefiero insistir. Lo hice toda mi vida y aunque los resultados fueron desiguales, no creo que fuesen mejores en el caso de esperar a que ella se pensase dos veces una de esas decisiones que sólo son sinceras cuando apenas se meditan. Siempre creí que reflexionar sobre una decisión era el primer paso para desistir de tomarla. Naturalmente, puede ocurrir que además de sorprenderse, ella te muestre su incomodidad. «¿Por qué dices que me amas? No esperaba eso de ti. ¿Es que quieres echarlo todo a perder? ¿Para eso querías mi amistad y mi confianza? ¿Para enamorarte y tener la desfachatez de confesarlo?». Ocurrió de madrugada en un pub con poca gente. Sonaba como bisutería el hielo en las copas. Le rogué que no levantase la voz. «Sólo es amor, nena. No alborotes tanto, por favor. Podría venir el camarero y sacarme a empujones hasta la calle, ¿comprendes?». A fuerza de insistirle, ella llegó a donde era natural que llegase: «No sé, estoy confusa, creo que voy a vomitar. Dame tiempo, ¿vale? Tengo que aclarar mis sentimientos. ¿Cómo puedes hacerme esto a mí...?». Lloraba. Miré a los lados, le di un pañuelo e intenté arreglar la situación: «Lo siento. No pensé que fuese a molestarte. Pero, ¿sabes?, nunca entenderé que casi sin abrir la boca a las mujeres el amor os haga más daño que el dentista».