Historia

Bilbao

Jarabo el señorito que gastaba demasiado

Jarabo, el señorito que gastaba demasiado
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finalizada la guerra, la familia de José María Jarabo se fue a los Estados Unidos, a Puerto Rico, y de allí volvió él, en un avión de Iberia, vía La Habana, en 1950, hecho todo un psicopatón de aquí te espero. Fugitivo del FBI tras haber pasado una larga temporada en una prisión para criminales locos, en sólo ocho años dilapidó millones de las antiguas pesetas en un país triste y deprimido, emergente de la posguerra y con un enorme caudal de negocio clandestino. La prostitución era una de sus debilidades. Se movía en un mundo de mujeres entre el que crecía la leyenda de que estaba espectacularmente dotado para el amor, tal vez con veinticinco centímetros de «pequeña diferencia» con el cuerpo de una hembra. Desgraciadamente, la autopsia no dejó mención alguna sobre la extensión de su pene, pero sí se trataba de un gran seductor. Un castigador capaz de enamorar a hetairas, concubinas, entretenidas de un señor de Bilbao y meretrices dueñas de su propio negocio. Su gran especialidad eran las casadas. Llegado del nuevo mundo, desembarcó del avión con su maquinilla de afeitar, sus gafas de sol para vampiros, sus camisas que no necesitaban plancha y una impactante colección de trajes de verano e invierno. Jarabo es el asesino con el mejor fondo de armario de todos los tiempos. Paseaba por la Gran Vía, entonces muy de moda, con un «haiga», vehículo americano de grandes proporciones, a veces descapotable; o si lo hacía a pie, se dejaba ver con un mono tití al hombro. El inspector Viqueira lo tenía fichado como uno de los personajes más enigmáticos. Que Jarabo estaba destinado a algo grande lo llevaba escrito en la dureza de su rostro viril, impertinente y desafiante. Junto a sus modales agresivos, Jose María gustaba de posar de gran señor, educado y adinerado. Si recalaba en el hotel Emperador -cafetería y piscina en la Gran Vía- convidaba a toda la barra. Si conocía a alguien «chic» o glamuroso, trataba de impresionarle y era capaz de birlarle a la chica. Se quedó sin dinero y fue entonces cuando planeó el robo a los dueños de la tienda Jusfer, de la calle Alcalde Sáinz de Baranda. Este mismo año, un periódico de cierta solvencia decía en la primera plana del suplemento «Madrid» que Jarabo había matado a cuatro prestamistas. No: «sólo» mató a dos. Sus víctimas fueron Emilio Fernández Díez, Félix López Robledo, Paulina Ramos Serrano y María de los Desamparados Alonso Bravo. En teoría, para recuperar un solitario de su amada Beryl, pero en la práctica, para lograr combustible con el que seguir la quema de las madrugadas de Madrid. Este tipo de asesinos no se ponen en la piel de la víctima, no sienten arrepentimiento. José María clavó un cuchillo en el corazón de la criada Paulina, y descerrajó un tiro en la nuca a Emilio y a su mujer, embarazada. A Félix lo tiró en el mismo lugar, muchas horas después, en el propio local de Jusfer. No recuperó el anillo y quiso cerciorarse de que podría seguir su vida como si nada. Esa frialdad era su gran vicio. Tras sus pasos ya estaban los sabuesos Viqueira y Fernández Rivas. La condena a muerte se cumplió en 1959.