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No sé si me explico

La carta está escrita a máquina, apostillada con cuidada caligrafía y se refiere a los grandes, a los que entonces ocupaban el mejor puesto en los escaparates de las librerías y que ahora, por desgracia, están medio encajonados 

La Razón
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e da usted una manzana verde doncella y una pera de agua? Tranquilo. Me respondió el frutero y se puso a hablar por un móvil. Estoy tranquilo, no sé por qué me iba a alterar: yo sólo quiero una manzana y una pera de agua y usted me contesta con un latiguillo. ¿Qué es un latiguillo? Un látigo pequeño. Vale. No toque la fruta… ¿Sabe usted lo que le digo? Sí… Creo que me ha dicho que no toque la fruta… Perdone. Tranquilo. El frutero sigue al teléfono: «Manolo, vete calentando motores». Y colgó amparado en una última e ingeniosa gracia: «Tampoco es como para tirar cohetes… No sé si me explico».

También es casualidad. Dentro de un libro titulado «Las calles de Madrid», de Pedro de Répide, encuentro una larga carta de Luis Ruiz Contreras (1863-1953) dirigida a mi padre. Este personaje fue amigo de mi abuelo Luis y enemigo de mi abuelo Federico, seguramente por culpa de una aviesa crítica, porque Ruiz Contreras, malevo crítico de teatro y firmaba «Palmerín de Oliva».

La carta está escrita a máquina, apostillada con cuidada caligrafía y se refiere a los grandes, a los que entonces ocupaban el mejor puesto en los escaparates de las librerías y que ahora, por desgracia, están medio encajonados.

Luis Ruiz Contreras enfila a don Pío Baroja, Azorín y Clarín, nada menos: «Cien Higos» y «Garibaldi» –populares locos de Madrid– hablaban y escribían mucho mejor que Pío Baroja. «La Brujita» de la plaza de Colón –otra loca– interesaba más que Azorín. Luego, en la misma carta, se lamenta de lo mal que se habla en estos tiempos, de la decadencia de nuestro idioma y de sus achaques particulares: «Para dormir algo por las noches he de seguir tomando somníferos. Es una lata». Y se despide: «Te quiere, L.R.C».

Yo entonces estaba terminando el Bachillerato y mi padre se empeñó en que fuera a visitar a Palmerín, que se había interesado por mí. Lo pasarás muy bien, me dijo. Y no se equivocó.

Me llegué a casa de don Luis, calle de Lista número 14. Lista fue un cura humilde, que rechazó el obispado de Astorga, pero no las mantecadas, me atrevo a suponer. La estación del metro conserva su nombre, pero la calle le fue arrebatada y ofrecida a Ortega y Gasset. Para mí la calle de Lista no ha cambiado de nombre, como Torrijos, hoy Conde de Peñalver, fusilado por los absolutistas el 11 de diciembre de 1831, que será siempre Torrijos, claro que sin tranvía amarillo ni cine Salamanca.

Me abrió la puerta de su casa Palmerín de Oliva. Vivía en un piso atestado de libros y de muebles viejos e incómodos. Era un anciano muy alto, calvo, de frente abombada, piernas largas y flacas, dientes grandes y amarillos y ojos maliciosos. Vestía de negro. Llevaba en la coronilla un gorrito de seda negra, a la manera del novelista Anatole France, de quien fue amigo y traductor, pero salía a la calle sin gorrito y con capa y sombrero.

No olía a viejo y hablaba como un duende del siglo XVII, según imaginé entonces. Palmerín de Oliva me hizo entrar en su casa, me ofreció una taza de té y me preguntó –con sonrisa torcida– por mi abuelo Federico Oliver, añadiendo: «Ponme a los pies de tu abuela Carmen Cobeña, a la que admiro sinceramente».

Tengo criada –me informó– pero la dejo libre todas las tardes para que se revuelque con su novio por los solares de aquí cerca. Por la noche la obligo a lavarse a fondo y luego me prepara la cena.

Pretendía escandalizarme el pobre Palmerín y fallaba, porque en cualquier tiempo los mocitos fueron siempre mucho más avezados que los ancianos y yo tenía entonces nada menos que 17 años.

Te voy a regalar «La isla de los pingüinos», de Anatole France. El libro está en el Índice y si eres capaz de leerlo tendrás que confesar tu pecado al obispo. Desde luego corres el riesgo de ir al infierno. Asumí aquel riesgo.

Después pasó a hablarme de sí mismo, tema que le apasionaba, y me leyó un soneto que le había dictado aquella noche Lope de Vega. Largo rato le ocupó el asunto de Cervantes, Calderón y Lope de Vega, con los que tenía frecuente trato. Pensé entonces que Ruiz Contreras estaba completamente majara, pero la lectura de sus libros, de sus espléndidas traducciones, de sus cartas y, sobre todo, al escucharle –fui a verle cuatro o cinco veces– me hizo rectificar y comprendí que estaba en un error, que era un gran desconocido, quizá uno de los últimos ejemplares del Siglo de Oro, seguramente enemigo de Cervantes, de Lope y de Calderón, si hubieran llegado a coincidir en esta perra vida.

Salí de la frutería y entré en una farmacia. Pregunté si tenían tapones para los oídos. Una chica me los trajo, mientras la boticaria hablaba con una señora que llevaba un perrito con manta y capota en brazos: «No si me entiende, señora de Pelayo… Usted tranquila y a cargar las pilas… Vale, Rosita, pero… No oí nada más…

Salí a la calle y al llegar a una esquina crucé… Por poco me aplasta el camión de la basura… No sé si me explico».