Coronavirus

Un confinamiento en ultramar (XXXIV): ¿Tests? ¿Qué tests?

Recuerda la torpe maniobra de distracción de un gobierno sin cabeza que prefiere conmovernos antes que protegernos»

Funeral homes overwhelmed by coronavirus in New York
Operarios de una funeraria en Queens introducen un féretro para trasladarlo a un crematorio de BuffaloJUSTIN LANEAgencia EFE

Veo que el ministro de Sanidad, Salvador Illa, cuya gestión merece mármol, advierte de que mucho mejor que los tests, que no sirven de nada, es lavarse las manos con jabón lagarto. «El lavado de manos, la higiene y el distanciamiento son más efectivos que hacer test a personas sin síntomas», dice, mientras el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, desde el epicentro de la epidemia, celebra que su estado ya cuenta con los resultados de seroprevalencia de 7.500 personas, elegidas al azar y aparentemente asintomáticas, y mientras otros gobernadores, como el Wisconsin, advierten que no abrirán hasta que no dispongan de la logística y la infraestructura necesarias para realizar 80.000 semanales. Los políticos de EE UU dicen lo que dicen, y con ellos los principales epidemiólogos y etc, porque aunque desconocemos si los que superaron la enfermedad han generado anticuerpos, y si protegen del Covid-19, y por cuánto tiempo, carecemos de otra trinchera. A falta de una vacuna que tardará meses, o años. Tenemos que abrir. Necesitamos abrir. Pero los tests y los análisis de seroprevalencia, aunque no sean la bala de plata contra el licántropo invisible, nos salvan de las trampas al solitario y los rituales mentirosos de unos políticos abonados al brochazo demagógico, cuarto y mitad de verdades combinadas con exageraciones, negligencias maquilladas, chapuzas varias e improvisaciones.

Por mucho que los especialistas de la OMS reiteren que necesitamos saber mucho antes de certificar que los anticuerpos indican inmunidad, pretender que con lavarnos las manos vamos que chutamos, hacer a estas alturas la oda del desinfectante y las buenas maneras, ponerse estupendo con el rabillo del ojo contemplando un calendario que no hay forma de cumplir, parece o recuerda la torpe maniobra de distracción de un gobierno sin cabeza, de un gobierno que prefiere conmovernos antes que protegernos, de un gobierno especializado en rastrear bulos y abandonar sanitarios, de un gobierno que no merecemos porque en la hora más triste en décadas rechazó ofrecer su mano a la oposición y volvió a enrocarse en el partidismo filibustero, que tanto le reconforta. Un gobierno, ay, que tampoco tiene claro cuándo dispondrá de los primeros datos, los primeros resultados globales, las primeras pistas atendibles.

De las mascarillas el señor ministro dice menos porque previamente sus socios podémicos reventaron el mercado con el precio único, y ahora ni hay ni se las espera. Una cosa es que los tests no sean ninguna panacea y que, por culpa de nuestra mala cabeza, hayamos llegado al mercado cuando entre los alemanes, los surcoreanos y otros habían arrasado con las existencias. Otra, muy distinta, que podamos contradecir a toda la comunidad científica sin partirnos el eje, y que salga gratis salir con retórica fulera y con la prestancia y presencia del trilero que por salvar su mala gestión intenta vendernos una película barata. Algo muy similar, claro, a lo que ensayan desde la Casa Blanca, aunque unos y otros desconocen que la OMS acaba de explicar que alertó al mundo el pasado 30 de enero, y el mundo dijo achili pu, a pu, a pu. Por lo demás el otro día escribí sobre el apocalipsis de los gatos.

Qué sucedería si confirmamos que la enfermedad puede saltar de los felinos al hombre. Algunos amigos, amantes de los mininos, hechizados por el jaguar en miniatura, reaccionaron como si hubiera escupido un debate untado de grasa sofista. Tenían su punto de razón, claro. Vamos demasiado cargados de pánicos como para encender nuevas bengalas sin atender antes a los datos y, de paso, al beneficio social que nos procuran las mascotas. Otros, como el filósofo Mikel Arteta, argumentaron la pertinencia de la discusión, pues sabemos de cientos de virus que llegaron de los animales domésticos y además considera que debemos atender también a otros bienes jurídicos. Pero claro, no es lo mismo liquidar a una vaca espongiforme o a un gallo que enviudó de neumonía que al pobre Garfield o Silvestre. Entiendo en cambio que será mucho más fácil de digerir la noticia de que en EE UU van a sacrificar a 60.000 cerdos diarios, dado que han cerrado las principales plantas procesadoras del país y las granjas no dan a basto.

Queda el detalle no menor de qué hacemos con los cerdos sacrificados, dónde los esconden o incineran, pero nadie llora con las trampas cálidas de esos animalistas que anteayer mismo despedían a los cerdos entre aplausos, encerrados con unos sistemas entre el maniqueísmo Disney y el populismo desnatado y simpático de puro loco.