Declive

Reino Unido se queda sin acero propio: ¿la caída de una potencia o el precio de enfrentarse a Pekín?”

La decisión de Starmer de tomar el control de la planta de Scunthorpe para evitar su cierre irrita a China, propietaria de la empresa British Steel

A general view of blast furnaces at the British Steel site in Scunthorpe, England, Monday April 14, 2025. (Peter Byrne, Pool Photo via AP)
Imagen de la acería de British Steel en Scunthorpe (Inglaterra)ASSOCIATED PRESSAgencia AP

Los hornos de British Steel, la última productora del Reino Unido del llamado "acero virgen", se están quedando sin combustible. Y mantener viva la llama - literal y metafóricamente- se está convirtiendo en un auténtico desafío para el premier Keir Starmer en medio de un convulso escenario geopolítico, donde la guerra de aranceles y el fin del neoliberalismo marcan ahora las pautas del nuevo orden mundial.

Nunca es buen momento para enemistarse con China. Pero la crisis del sector siderúrgico británico está creando tensiones en Londres y Pekín, justo ahora que el inquilino de Downing Street quería acercar posturas con el gigante asiático para promover el crecimiento económico del Reino Unido, donde se acumula la peor deuda pública desde la década de los setenta.

El Gobierno británico tomó el control de la acería British Steel en una sesión extraordinaria el pasado sábado tras el fracaso de las negociaciones con la empresa china Jingye, que la adquirió en 2020, y considera insostenible seguir manteniéndola por pérdidas "significativas".

El ministro de Negocios, Jonathan Reynolds, acusa a la empresa asiática de intentar cerrar la industria siderúrgica británica tras las denuncias de los sindicatos sobre la cancelación de pedidos de materias primas vitales para mantener en funcionamiento los hornos. Asimismo, también afirmó que no quería ver a otra empresa china al mando British Steel, lo que ha enfurecido a Pekín quien reclama un trato “justo y equitativo” y pide no “politizar” la situación.

La legislación de emergencia aprobada el pasado sábado no nacionaliza, de momento, British Steel, pero sí allana el camino para ello. Más allá de los 3.000 puestos de trabajo, lo que está en juego es el propio papel del Reino Unido. Si la planta cierra, se convertiría en el único país del G7 sin capacidad de producción de acero primario, un escenario no demasiado atractivo en el tablero político de la era Donald Trump.

Aunque, el propio presidente estadounidense se ha visto obligado a aceptar reducir sus últimos aranceles impuestos a Pekín. En definitiva, China es demasiado grande como para ignorarla. Y Downing Street se encuentra ahora en la encrucijada para lidiar con una potencia mundial que plantea grandes desafíos, pero obliga al mismo tiempo a la cooperación.

Es una ecuación difícil. De ahí los mensajes contradictorios por parte del Gobierno británico. Por un lado, el ministro de Negocios ha insinuado que Jingye, el aún propietario chino de la acería, era el culpable de la negligencia, si no algo peor, en el destino de los altos hornos amenazados en la planta Scunthorpe, al norte de Inglaterra. Sin embargo, al mismo tiempo, uno de los secretarios de Estado del mismo ministerio, Douglas Alexander, ha asistido estos días a una importante feria de bienes de consumo en Hainan, la isla tropical en el extremo sur de China, antes de mantener conversaciones comerciales en Hong Kong, una visita que no se promovió con antelación.

Alexander, por cierto, se vio obligado a combinar políticas más duras con el comercio, expresando lo que se denominó una "profunda preocupación" por la decisión de China de prohibir a la diputada liberal demócrata Wera Hobhouse visitar a su hijo y a su nieto pequeño en Hong Kong la semana pasada.

A pesar de que los funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores siempre insisten en que nada cambia fundamentalmente en los esfuerzos del Reino Unido para tratar con China, con una incesante mención de decisiones estratégicas basadas en el interés nacional, la realidad es que el enfoque de Londres hacia Pekín ha variado mucho en los últimos años.

El contraste más destacado se produjo durante el gobierno conservador, cuando la "época dorada" de las relaciones chino-británicas, ejemplificada por la acogedora pinta de pub en 2015 de David Cameron con Xi Jinping, se volvió notablemente más escéptica e incluso, durante el breve mandato de Liz Truss en 2022, abiertamente hostil.

La postura adoptada por los gobiernos laboristas ha tendido, sin embargo, a ser más consistente en general. Pero con una diferencia notable entre la era Tony Blair y la de Keir Starmer y con la obvia salvedad de que el mundo de 1997 nada tiene que ver con el de 2025.

Cuando Tony Blair asumió el cargo, China era la séptima economía más grande del mundo y aún le faltaban cuatro años para unirse a la Organización Mundial del Comercio, una decisión que aceleró el ya estelar ritmo de crecimiento económico del país. Así pues, como era de esperar, el período se centró en la expansión del comercio con este nuevo gigante, un clima ejemplificado por una visita del entonces ministro del Tesoro laborista Gordon Brown a Pekín y Shanghái en 2005, en la que se maravilló con los trenes Maglev de alta velocidad.

Pero la parte económica no puede obviar la cuestión de seguridad. Un informe de 2023 del comité de inteligencia y seguridad de la Cámara de los Comunes criticó duramente a los sucesivos gobiernos por permitir que Pekín invirtiera fuertemente en infraestructura vital para el Reino Unido y ganara influencia mediante medios tan diversos como el espionaje y la intervención en universidades.

Quizá nunca se sepa si la decisión de Jingye en 2020 de comprar la British Steel, en crisis, formaba parte de un plan estratégico urdido por Pekín. Pero, como mínimo, la compra de parte de una industria totémica que en su día empleaba a unos 300.000 británicos por una empresa formada en 1988 en la provincia china altamente industrializada de Hebei es una señal muy tangible de cómo ha cambiado la economía global.

Por ahora, Downing Street asegura que “desafiará” a China en materia de abusos de los derechos humanos y su apoyo a Rusia en Ucrania; “competirá” en materia de comercio; y “cooperará” en intereses compartidos, como la salud global y el cambio climático. Se trata de un lenguaje similar al utilizado por otras potencias occidentales. Lo difícil, sin embargo, es determinar dónde trazar exactamente la línea.