Asia
Aranceles, minas, nacionalismos y gas en el Golfo: así se deshace la paz entre Tailandia y Camboya
Nuevos enfrentamientos militares en la frontera entre ambos países dejan cuatro muertos y nueve heridos, según Bangkok
Tailandia y Camboya han vuelto a chocar. Otra vez. Como si los compromisos firmados, las treguas vigiladas y los comunicados ceremoniosos no hubieran servido de nada. El lunes amaneció en el sudeste asiático con el estruendo que más temen sus habitantes, numerosas detonaciones a lo largo de una línea divisoria que arrastra más de un siglo de disputas. A primera hora, las provincias camboyanas de Preah Vihear y Oddar Meanchey ya sufrían fuego cruzado. Mas tarde, blindados, artillería, bombardeos y acusaciones de uso de ataques químicos devolvieron la región a un déjà vu bélico.
Phnom Penh sostiene que Bangkok golpeó primero el domingo por la tarde y repitió horas más tarde. El Gobierno tailandés replica el guión contrario, que fue Camboya quien abrió hostilidades, obligando a su Fuerza Aérea a ejecutar ataques “limitados”. Uno de ellos alcanzó un complejo de casinos —que Tailandia describe como “centro de mando para drones”— y que Camboya evita comentar. Estos enclaves, levantados por toda la franja limítrofe, llevan años señalados como bases desde las que operan redes de estafas digitales basadas en trabajo forzoso. Hoy, además, se han convertido en piezas de una partida militar de alto voltaje.
Con la confusión disipándose, empezó a circular el balance: cuatro civiles camboyanos muertos, doce heridos en las dos provincias afectadas, otros tres lesionados tras bombardeos posteriores y un militar tailandés fallecido junto a ocho soldados heridos. Decenas de miles de vecinos iniciaron un nuevo éxodo, repetido hasta la saciedad cada vez que la frontera se inflama. Familias enteras avanzan por caminos de tierra cargando lo que pueden: colchones, ropa, alimentos. Los colegios cierran, los campos se abandonan y la rutina se congela a la espera de un nuevo silencio que nadie sabe cuánto tardará en llegar.
Para comprender por qué el conflicto se reactiva ahora basta retroceder unas semanas. El 26 de octubre, Donald Trump presidió en Kuala Lumpur la firma de una ampliación del último alto el fuego, un pacto que había frenado la crisis fronteriza más grave en más de diez años, con un saldo de 48 fallecidos y nada menos que 300.000 desplazados. Fue celebrado como triunfo diplomático, aunque sostenido por alfileres.
El origen inmediato se encuentra en las escaramuzas de finales de mayo alrededor del templo de Preah Vihear, un enclave que condensa el nudo histórico: mapas coloniales contradictorios, tratados franceses de 1904 y 1907 leídos de forma opuesta por los dos Estados, líneas que no coinciden con la geografía real. El resultado es de templos, colinas y aldeas en disputa desde hace generaciones. En julio, con las refriegas a punto de desbordarse, Tailandia seguía rechazando mediaciones internacionales. Fue entonces cuando Trump intervino con su herramienta predilecta: la presión comercial.
Estados Unidos es el principal mercado de exportaciones de ambos países. La amenaza de imponer aranceles del 36% a sus productos bastó para que aceptaran dialogar. Malasia completó la jugada. Su primer ministro, Anwar Ibrahim, aprovechó su presidencia rotatoria de la ASEAN para dar forma a un marco creíble con la retirada de armamento pesado, observadores, desminado y bases para gestionar áreas disputadas.
Una tregua que se deshizo en días
Pero dos semanas después, todo comenzó a desplomarse. El 11 de noviembre, el Consejo de Seguridad Nacional tailandés suspendió temporalmente el pacto, alegando nuevos incidentes: cuatro soldados heridos por minas un día antes y la polémica repatriación de 18 militares camboyanos retenidos desde el verano. Bangkok había prometido entregarlos el 12 de noviembre, pero dejó la devolución en el aire tras la suspensión. La confianza, ya mermada, se evaporó.
Nacionalismo en Bangkok, tensiones en Phnom Penh
En paralelo, la política interna tailandesa viró hacia el nacionalismo. El primer ministro Anutin Charnvirakul, en clave preelectoral de cara a 2026, tildó a Camboya de “adversario”, pese a que el acuerdo exigía rebajar la retórica. En Tailandia, la frontera entre política exterior y doméstica es difusa: la antecesora de Anutin fue destituida por supuesta “excesiva complacencia” con Camboya, prueba del peso que todavía conservan los altos mandos castrenses.
En Camboya, Hun Manet también libra su propia partida interna. Necesita mostrarse firme frente a Bangkok y, al mismo tiempo, atajar un problema que ya irrita la relación bilateral: los centros de estafas digitales asentados en casinos y complejos limítrofes, un negocio multimillonario ensamblado en economías criminales difíciles de desactivar sin provocar inestabilidad.
El botín energético del Golfo
A la fragilidad política se añade la raíz estructural del conflicto: el control de los recursos energéticos del Golfo de Tailandia. La zona disputada, denominada la Overlapping Claims Area, abarca 27.000 kilómetros cuadrados de aguas ricas en gas y petróleo: 11 billones de pies cúbicos de gas y cientos de millones de barriles de crudo que ni Tailandia ni Camboya piensan ceder. Las dos economías los necesitan: Bangkok para reactivar un crecimiento estancado y Phnom Penh para financiar su modernización. Y sobre ambas pesa la sombra estratégica de China, valedor de Camboya y actor inevitable en el equilibrio regional.
Una región sin árbitros
Lo que sucede hoy en la frontera es solo el síntoma de un problema más profundo: dos países atrapados entre urgencias internas, tensiones heredadas y presiones externas. Washington conserva un arma económica poderosa, pero su implicación es discontinua. Pekín observa sin moverse demasiado, consciente del valor de sus relaciones. Y la ASEAN, erosionada por sus propias fracturas, ofrece principios, pero pocas herramientas efectivas.
Mientras tanto, en la frontera, el tiempo solo avanza entre explosiones. Un profesor tailandés explicaba esta semana que muchos alumnos duermen en escuelas convertidas en refugios. “Pensaban que la tregua iba a durar”, decía. “Ahora no sé qué decirles”.Ese es el verdadero peligro: poblaciones enteras viven suspendidas entre pausas que duran lo que la paciencia de sus dirigentes. Cada gesto tiene un eco inmediato en aldeas que casi nunca aparecen en los mapas. Y un conflicto que debía haberse resuelto hace décadas sigue ahí, esperando una nueva excusa para reactivarse.
La firma del acuerdo de Kuala Lumpur fue un comienzo, no un cierre. El renovado estallido demuestra que la paz no se sostiene con rúbricas, ni con avisos arancelarios, ni con solemnidades diplomáticas. Requiere desactivar la retórica, resolver las raíces históricas y ordenar la geopolítica que rodea a los que llevan demasiado tiempo atrapados en una confrontación que nadie sabe cómo clausurar definitivamente.