Ucrania

Metralla y destrucción en las últimas horas de Bajmut

A solo 7 kilómetros del frente, Chasiv Yar se ha convertido en una trampa para los habitantes que aún residen en la localidad: “Mi esposa se niega a ser evacuada. La única opción que tengo es quedarme”, explica Alexander

El sonido atronador de la artillería ucraniana disparando hacia las posiciones rusas, y el de los obuses de su enemigo impactando en los alrededores, hacen vibrar el suelo y las paredes agrietadas del refugio para civiles en la pequeña ciudad de Chasi Yar, a escasos 7 kilómetros del centro deBajmut, donde la batalla por el control de sus calles se ha convertido en una lucha a vida o muerte. El Ejército ucraniano resiste todavía al cerco de las tropas rusas aunque empieza a admitir la posibilidad de una retirada táctica. «Mi esposa se niega a ser evacuada, aunque yo sí que me quiero marchar», explica el anciano Alexander, dando un respingo cada vez que siente una explosión demasiado cercana.

«Ella trabaja para una organización que rescata animales en la ciudad y cada vez que lo intento es imposible convencerla. La única opción que tengo es quedarme», añade, pasándose la mano por la cabeza calva y de pelo cano, esgrimiendo una sonrisa nerviosa, con las facciones tensas conteniendo el evidente pánico en sus ojos, arrugando la nariz y bajando la cabeza cuando el disparo de una pieza de artillería ucraniana se siente demasiado cerca del refugio, o Punto de Invencibilidad, que es como los voluntarios llaman a los lugares donde los civiles pueden ponerse a salvo durante los cada vez más largos bombardeos rusos.

Sin embargo, no todos los presentes se sienten igual. A una de las ancianas, la cual se niega a revelar su nombre a LA RAZÓN, esta guerra ya ha colmado su paciencia. «He vivido en esta ciudad durante más de 40 años. Vengo al refugio porque en mi apartamento no hay calefacción ni electricidad y aquí puedo tomar un té caliente», explica con vehemencia y haciendo aspavientos con los brazos, evidentemente enfadada, mientras el retumbar de la artillería hace que se revuelva en la silla.

La mujer, que debe pasar de los setenta años, es uno de los civiles, en su mayoría gente mayor, que se niegan a abandonar sus casas. «Para qué», se pregunta, «si no tengo dinero para irme a otro lugar. Mi pensión es de 2.000 grivnas [51 euros], qué voy a hacer con eso. Además, a la gente que somos de Donetsk y Lugansk no nos quieren ver en otras partes de Ucrania», argumenta convencida. «Yo soy de esta región y le puedo decir que será bien recibida», responde Sergei, el traductor. «No te creo», contesta ella, levantándose para dar por terminada la conversación.

El horror y la destrucción son visibles por todas partes. Casas que han sufrido un impacto directo, desventradas, cortadas por la mitad, con los tabiques derrumbados por los que asoman los recuerdos y los restos de las vidas que nunca volverán. Salones a la intemperie con fotografías y televisiones viejas. Comedores con armarios en los que se ha quedado la vajilla intacta. Cocinas a la vista con los muebles polvorientos, o habitaciones con las camas hechas como si esperasen a que sus ocupantes fuesen a volver algún día. En la calle, parte del asfalto está agrietado, ennegrecido y agujereado por los obuses rusos.

Una postal apocalíptica por la que el grupo de rescatadores que se hace llamar «Los ángeles blancos» se mueve con sigilo para visitar a los civiles que han decidido permanecer en sus casas. «Nuestro objetivo es evacuar a los que quieran marcharse de la ciudad. Tenemos operaciones distribuidas por todo el frente», explica Artem, el jefe ucraniano de este equipo sobre el terreno en Chasiv Yar.

«Una vez evacuados, y gracias a la ayuda del Gobierno con quien coordinamos los rescates, les ayudamos a encontrar un lugar seguro donde reubicarlos para que puedan seguir con sus vidas, normalmente en el oeste del país, hasta que todo esto termine», añade, sin apenas pestañear cada vez que la artillería ucraniana de salida, situada a unos centenares de metros, martillea los tímpanos.

«A veces nos cuesta mucho convencerlos de que, dada la cercanía de los combates, la mejor opción es que abandonen sus residencias», explica Michael, uno de los voluntarios originario de Brisbane (Australia). «Viendo todo lo que está sucediendo aquí, no podía quedarme en casa», explica. «Esta es mi segunda rotación y me quedaré unos meses más», dice, mientras el grupo se pone en marcha, lista en mano, para visitar a los civiles que siguen enrocados en sus viviendas. «Es importante volver para saber si están bien, necesitan algo, o han decidido abandonar la ciudad», concluye.

«He venido aquí para encontrar mi paz mental», explica Alex, de 41 años, un hombre ucraniano que trabaja en Kramatorsk «realizando labores de voluntariado», asegura. «Cuando tengo tiempo libre vengo aquí a meditar. También lo hice en Kyiv y Jersón», añade, refiriéndose al tiempo en que la capital estuvo amenazada de ser invadida por Rusia al inicio de la invasión hace un año, y la ciudad al sur del país fue ocupada por las tropas del Kremlin, para luego, en noviembre de 2022, ser recuperada por el Ejército ucraniano. En ese momento, una explosión retumba por las calles de la ciudad vacía y el presunto asceta alza la mirada con preocupación.

«Llevo aquí un día y me estaré un par más. Intento respirar, encontrar el silencio y la paz interior», asegura, mientras el estruendo de la artillería a ambos lados del cercano frente de combate reverbera como un trueno a pegar de oreja. ¿Tiene miedo de estar ahí? «Un poco, la verdad, soy un ser humano», explica, cuando un nuevo estallido, esta vez de llegada, se hace eco en la plaza del pueblo donde está sentado sobre una esterilla amarilla delante del monumento a los caídos durante la Segunda Guerra Mundial.

A pesar del frío intenso, Alex está descalzo y solo lleva una chaqueta cortaviento y una braga en el cuello. Al lado reposa su mochila de color verde fosforescente con varios dibujos de simbología budista, como el tercer ojo, y del folclore nórdico, como el árbol de la vida o Yggdrasil. Su sonrisa, entre enigmática y alelada, es sincera, aunque raya la locura. «Para terminar con esta guerra primero tenemos que acabar con el conflicto dentro de nosotros, y así finalizará el que está a nuestro alrededor». Sus intenciones parecen honestas, pero los obuses rusos no conocen el Dharma o el camino de Buda. La única espiritualidad de la metralla es la de la carne abierta y la destrucción desenfrenada.