Opinión
La oscuridad que desnudó nuestra vulnerabilidad
España debe asumir esta crisis como punto de inflexión y reformular su estrategia energética desde el realismo
El 28 de abril de 2025 marcó un antes y un después en la historia energética de Europa. A las 12:38, la Península Ibérica sufrió un apagón casi total. El colapso eléctrico, cuya onda expansiva alcanzó el sur de Francia, Andorra y puntos tan septentrionales como Bélgica, no fue un simple fallo técnico. Fue la manifestación brutal de un sistema mal diseñado, sobredimensionado en ambiciones ideológicas y huérfano de respaldo técnico sólido.
El fenómeno, calificado ya como la mayor disrupción energética en la Europa contemporánea, paralizó infraestructuras críticas, desde el transporte ferroviario y aéreo hasta los servicios sanitarios. Madrid-Barajas y el aeropuerto Humberto Delgado de Lisboa quedaron inoperativos. A pesar del caos, hubo un rasgo digno de aplauso: la ejemplar actitud cívica de la ciudadanía. Ni saqueos, ni violencia. Una lección de serenidad y madurez en medio del desconcierto.
Según Red Eléctrica de España (REE), la perturbación inicial fue causada por una fuerte oscilación en la frecuencia de red, que desencadenó una reacción en cadena: desacople de sistemas, apagado automático de generación y, finalmente, lo que se denomina un «cero nacional», es decir, la práctica desaparición del suministro eléctrico. La recuperación del sistema se apoyó en las interconexiones con Francia y Marruecos. Resulta irónico que Francia, país que históricamente ha puesto trabas a reforzar las conexiones eléctricas con España, fuera determinante en la restauración paulatina del suministro. No obstante, la hipótesis de un ciberataque o sabotaje sigue abierta, aunque los primeros indicios apuntan más hacia fallos estructurales que hacia una acción externa deliberada.
Un sistema frágil
La Península Ibérica se ha promocionado como un modelo de transición energética: líder europeo en renovables, con un 56% de generación limpia en 2024 y el objetivo del 81% para 2030. Sin embargo, el sistema ha avanzado a gran velocidad en la eliminación de centrales térmicas sin contar con los mecanismos de respaldo imprescindibles. La consecuencia: una red sin músculo, sin inercia, incapaz de amortiguar perturbaciones.
Las advertencias no eran nuevas. La Agencia de Cooperación de los Reguladores Energéticos (ACER) y la Agencia Internacional de la Energía (AIE) habían alertado de la insuficiencia de interconexiones, la falta de almacenamiento a gran escala y el riesgo creciente asociado a la baja inercia del sistema. España desoyó todos estos avisos, guiada más por la urgencia política que por el realismo técnico.
La prensa internacional no escatimó en severidad. El «Financial Times» fue directo: «Una isla energética mal conectada, atrapada en su propio entusiasmo verde». Subrayó la incoherencia de liderar en renovables con una red incapaz de gestionar su intermitencia. El exceso de optimismo gubernamental y la planificación técnica deficiente fueron señalados como las causas estructurales del desastre.
«The Wall Street Journal», por su parte, centró su análisis en la eliminación precipitada de centrales de gas y nucleares, esenciales para dotar de inercia a la red. Recordó que las fuentes renovables, al carecer de masa giratoria, no ofrecen esa resistencia natural a las oscilaciones de frecuencia que los generadores síncronos sí proporcionan. España, según el diario, apostó por una transición mal acompasada y sin inversión proporcional en baterías industriales o tecnologías de respaldo flexible.
«The Telegraph» no escatimó adjetivos: «Una pesadilla eléctrica». Acusó directamente a la dependencia excesiva de la solar –sin mencionar que la eólica representa una cuota igualmente significativa– y criticó la retirada prematura de centrales térmicas sin disponer de almacenamiento. El influyente analista Michael Liebreich, citado por el rotativo, recordó que el sistema ibérico lleva años en «trayectoria de baja inercia», una evolución previsible, pero desatendida por las autoridades.
«POLITICO» abordó el problema desde la perspectiva europea: un fallo sistémico que pone de manifiesto los límites de la integración energética de la Unión Europea. La escasa conectividad transfronteriza fue, según expertos como Pratheeksha Ramdas, un obstáculo decisivo para recibir apoyo energético en las fases críticas del apagón. La lentitud desesperante en la ejecución de proyectos clave, como el del Golfo de Vizcaya, refleja una inercia institucional difícil de justificar. Otros medios como «The Guardian» y «Le Monde» coincidieron en señalar la baja inercia del sistema como uno de los factores clave del colapso. «The Guardian» recordó el apagón de Italia en 2003, sugiriendo que España no aprendió las lecciones del pasado europeo. Medios afines al Gobierno español, antes del incidente, calificaban de alarmistas o «conspiranoicos» a quienes advertían de la fragilidad estructural del sistema. Hoy, ese negacionismo técnico de base exclusivamente ideológica, queda dramáticamente retratado.
Los análisis más solventes coinciden en varios diagnósticos esenciales:
-Ausencia de respaldo firme: El cierre acelerado de centrales térmicas y la marginación de la energía nuclear han dejado al sistema sin generación flexible ni capacidad de respuesta ante eventos críticos.
-Falta de inversión en red: La digitalización, automatización y refuerzo de las infraestructuras eléctricas no han avanzado al ritmo que exige una red con flujos más variables y bidireccionales.
-Aislamiento energético persistente: España sigue siendo una isla energética con niveles de interconexión muy inferiores a los umbrales recomendados por Bruselas.
-Deficiente cultura de riesgo: REE, según diversos medios, no habría evaluado con rigor los riesgos conocidos ni adoptado medidas preventivas suficientes. Declaraciones como las de su presidenta, Beatriz Corredor, negando hace apenas semanas cualquier peligro de apagón, han alimentado la percepción de complacencia institucional.
-Advertencias ignoradas: el precio de la autosuficiencia mal entendida
Desde 2018, Bruselas instó a España a reforzar sus interconexiones. Desde 2020, la AIE llamó la atención sobre la necesidad de redes más robustas. En 2023 y 2024 se registraron fluctuaciones severas en la red, síntomas de una estructura al límite. Todas estas señales fueron ignoradas o minimizadas, víctima de una narrativa ideologizada en la que la voluntad política pareció imponerse a la realidad técnica. La lección que se aprendido es que sin una red fuerte, no hay transición sostenible. El apagón de abril no fue un accidente fortuito. Fue el resultado de años de planificación incompleta, de prioridades mal alineadas y de una visión energéticamente desequilibrada. Apostar por las renovables es un imperativo moral, económico y estratégico. Pero hacerlo sin una infraestructura preparada, sin respaldo, sin margen de maniobra, es una temeridad. Comparar el modelo español con el francés resulta inevitable. Francia, con su sólida base nuclear e hidroeléctrica, goza de una red más estable y menos expuesta a oscilaciones. La lección es clara: la ambición climática no puede desligarse de la planificación técnica. Sin respaldo, sin almacenamiento, sin interconexión, la transición no solo es incompleta: es peligrosa.
España debe asumir esta crisis como punto de inflexión. Reformular su estrategia energética desde el realismo, no desde la consigna. Invertir con urgencia en almacenamiento, en interconexiones y en respaldo firme. Reforzar la red, recuperar la inercia y devolver la fiabilidad al sistema. Si algo ha quedado claro es que, en el siglo XXI, es que una nación que no pueda garantizar la continuidad de su suministro eléctrico es una nación extraordinariamente vulnerable. La oscuridad que vivimos el 28 de abril fue mucho más que un apagón: fue una sacudida sin precedentes, y un escalofriante diagnóstico inapelable.