Luis Buñuel

En serio, ¿para qué sirve escribir?

De Bernat Metge a Sartre o Faulkner, existen pruebas de que los libros tienen utilizad pragmática

Manifestaciones en los años 40, poco después del fin de la II Guerra Mundial, en que se pedía el regreso de la fuerza de la palabra mágica
Manifestaciones en los años 40, poco después del fin de la II Guerra Mundial, en que se pedía el regreso de la fuerza de la palabra mágicalarazon

De Bernat Metge a Sartre o Faulkner, existen pruebas de que los libros tienen utilizad pragmática.

El 2 de diciembre de 1862, muy poco después del inicio de la Guerra Civil americana, la escritora Harriet Beecher Stowe viajaba a Washington para ir a tomar el té a la Casa Blanca. La escritora había recibido una invitación de la mujer del presidente de los Estados Unidos, Abraham Lincoln, y no dudó en aceptar. Su novela, «La cabaña del tío Tom» había conmocionado a la sociedad de su época, que descubría por primera vez el drama de la esclavitud desde una perspectiva tanto íntima y personal como pública y global. En los diez años que habían pasado desde su publicación, el mundo que describía Beecher Stowe se había convertido incluso en más real que el que existía en las grandes casas señoriales del sur.

Lo que tenía que ser una visita de cortesía se convirtió en una de esas noches legendarias que se recuerdan para siempre. Cuando ya se había hecho oscuro y la conversaciópn decaía, llegó a la Casa Blanca el propio Abraham Lincoln, que al saber que la escritora estaba en la ala este, corrió a su encuentro. Cuando la vio, visiblemente sorprendido le dijo: «Así que es usted la mujercita que ha escrito el libro que ha provocado esta gran guerra». Hasta el propio presidente de los Estados Unidos convertía el libro en el descubridor de que no sólo existía la esclavitud, sino que ésta era terrible e inhumana.

La anécdota, del todo apócrifa, puesto que nació de la propia familia de la escritora, sin que nadie pudiese verificarla, demuestra que la literatura tiene una fuerza en sí misma capaz de provocar cataclismos. No es que Beecher Stowe escribiese «La cabaña del tío Tom» para provocar una guerra civil, pero sí que la escribió para que fuera imperativo hacer algo para que la esclavitud no fuese más una palabra con sentido. Ella cargó a la palabra «esclavitud» de todo el horror que pueda concevirse y por fin la gente empezó a escandalizarse al leerla.

Como recitaba Gabriel Celaya en su célebre «La poesía es un arma cargada de futuro: «Tal es mi poesía: poesía-herramienta a la vez que latido de lo unánime y ciego. Tal es, arma cargada de futuro expansivo con que te apunto al pecho». Limitar la capacidad violenta y agresiva del lenguaje, es decir, su utilidad de transformar y definir de nuevo la realidad, a la poesía es ridículo. Es como decir que si no corres los 100 metros en 9,50 segundos como Usaín Bolt es que no corres en absoluto. La escritura, sea en la forma que sea, es la que tiene el poder. La poesía sólo sirve para decirlo sin mostrar la baba del que ladra como un perro. «Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales que, lavándose las manos, se desentienden y evaden», continuaba Celaya.

Porque, cuando el cineasta Luis Buñuel aseguraba que «la imaginación no delinque», no entendía que la imaginación, cuando se carga en palabras, es decir, cuando traslada su voluntad en significado real, es capaz de realizar auténticas maravillas, cambiar para siempre la realidad y quien crea que todos los cambios son siempre para bien no entienden nada de los vaivenes de la historia ni de modas como las hombreras o el regettón.

La literatura, por tanto, puede ser muy pragmática, no solo discursiva, imaginativa o de evasión. Uno de los primeros ejemplos que demuestran que escribir puede conseguir lo que uno desea lo encontramos en 1399, con el barcelonés Bernat Metge. ¿Por qué nadie lo reivindica más? Porque el mundo cree que el arte es un sueño hermoso lleno de ideales sin utilidad. Él demostró que el sueño, precisamente el sueño, sin utilidad, no es más que voces de gente que se ahoga, y ese es el ruído más terrorífico que existe.

Nacido en Barcelona en 1340, pronto empezó a servir a la corte de Aragón, teniendo una relación muy estrecha con Juan I. A la muerte de éste y con la llegada al poder de Martín I cae en desgracia y de mano de la reina María de Luna es encarcelado. Durante cerca de dos años permanece escribiendo un libro que acabará por entrar con letras de oro en la historia de la literatura universal, «Lo somni». Un libro que sólo fue concebido y escrito, desde la primera hasta la última línea, pensando en un único lector, el rey Martín. Cuando por fin recibe una carta del monarca para que le envíe la obra, el futuro ya estaba echado. Pocas semanas después, Metge salía de la carcel y recuperaba su puesto como escribano del rey.

«Lo somni» es el relato de un sueño, el de él mismo topándose con el espíritu de Juan I. Los dos se ensarzan en un diálogo para demostrar la inmortalidad del alma, que derivará en una oda del propio Martín I y una demostración de la injusticia de su encarcelación. Humanista adelantado a su tiempo, Metge consiguió la prosa más fina y hermosa siguiendo los modelos de Boccaccio y Petrarca, sin dejar nunca un deje de fina ironía que evoca a la fuerza del hombre por encima de cualquier otro poder. «Y es que vida y literatura formaron en Bernat Metge una real unidad. Vivió literariamente y la literatura estuvo al servicio de su vida. A los momentos difíciles de su existencia halló la salida escribiendo, y parece que necesitaba ser procesado para ponerse a redactar buenos libros», comentaba el maestro Martín de Riquer.

Otro señorito educado y con grandes dotes fue Jean-Paul Sartre, que vio desde pequeño el lado pragmático y funcional de la literatura. En «Las palabras» nos permite adentrarnos en su infancia, en una autobiografía que se titula como se titula porque en realidad sólo habla de ellas, las palabras, y cómo aprendió que su poder podía mover montañas. Desde pequeño encontró refugio en la lectura y a partir de aquí, escribir quedaba muy cerca. Empezó a escribir a todas horas y vio que, cuando quería algo, sólo tenía que escribírselo a su abuelo, en una familia sin padre, para manipularle a su antojo. Se sentía un fraude porque ese poder era como el del mentalista, un truco. Escéptico por naturaleza, no entendía que el poder era real.

Escrito en 1964, el mismo año en que rechazó el Nobel, Sartre demuestra aquello que le ocurrió a Simón el Mago con San Pedro, si no crees en las palabras, éstas pierden todo su poder. En realidad es el principio del pensamiento mágico de los herméticos, cargar de sentido una palabra para que consiga provocar el efecto que deseas. En lenguaje es capturar un significado léxico, es decir, cuando dices «caballo», que veas un caballo. Pero las palabras mágicas subliman este principio y, por ejemplo, como ocurre en «Las mil y una noches», decir una palabra te permita abrir la entrada de una cueva. «Apenas empecé a escribir, dejé la pluma para regocijarme. La impostura era la misma, pero ya he dicho que para mí las palabras eran la quintaesencia de las cosas... Era la realización de lo imaginario. Un león, un capitán del Segundo Imperio y un beduino, caídos en la trampa del nombramiento, entraban en el comedor; se quedaban allí para siempre, cautivos, incorporados por los signos; creía haber anclado mis sueños en el mundo con los arañazos de una pluma de acero», aseguraba el filósofo en «Las palabras».

A partir de aquí, las posibilidades son infinitas. Se puede escribir por amor, es decir, con el contradictorio frío objetivo de enamorar, lo que hizo Lope de Vega mil veces o Balzac con la condesa Eveline Hanska o la gran Mary Wollstonecraft que enamoró al antimatrimonial William Godwin, padre de Mary Shelley. También se puede escribir con una única cosa en mente, el dinero. Los libros por encargo son, en la mayoría de los casos, una maravilla, porque tienen un propósito, y sino que se lo digan a William Faulkner y su gran obra maestra «Santuario». Y, por último, tenemos el desprecio, la burla, la saña, que también crean obras maestras como «El Quijote» contra las obras de caballerías u «Orlando», contra las aburridas biografías victorianas. ¿Para qué sirve escribir? En serio, para absolutamente todo.