Iniciativa

Un jardín zen negro con cenizas del volcán de La Palma como homenaje a las víctimas

El Real Jardín Botánico acoge este proyecto de Casa Asia, para el que se han necesitado transportar 70 toneladas de material volcánico de Canarias a Madrid

Cuando la tarde del 19 de septiembre de 2021 se rasgó la tierra en la isla de La Palma, aquella imagen de una marea de lava abriéndose camino hacia el mar captó miradas de todas partes del mundo. Era la naturaleza en sí misma: profundamente bella, majestuosa, salvaje, y autodestructiva. Eran kilómetros de vegetación y de historias humanas que, poco a poco, iban sucumbiendo a un manto rojizo y ardiente que buscaba sin cesar su final en las frías aguas del Atlántico. No fueron pocos los que acudieron, a pesar de las advertencias y en los casi tres meses que el volcán sacó de sí las mismas entrañas de la tierra, a contemplar el espectáculo. Porque hay algo hipnotizante en ese ciclo del que todos formamos parte y que no deja de moverse entre lo bello y lo siniestro.

La lava se apagó, creando un nuevo espacio en La Palma en el que crecerá nueva vegetación y nueva vida. El material que quedó de ello, las cenizas y esa nueva tierra negra tan característica de las playas canarias, serán un recuerdo imborrable de ello. Un recuerdo que ahora ha llegado al Jardín Botánico de Madrid como parte de la iniciativa de colaboración de este junto a Casa Asia con el proyecto paisajístico «Un jardín zen negro», obra del arquitecto japonés Hiroya Tanaka y construido con las cenizas del volcán Cumbre Vieja. «Creíamos que, en un espacio como el Jardín Botánico, lo único que podíamos hacer era un jardín seco», apunta a LA RAZÓN Menene Gras Balaguer, comisaria del proyecto y directora de Cultura y Exposiciones de Casa Asia. Del mismo modo, con la iniciativa pretenden «rendir un homenaje a los habitantes de la Isla de La Palma que sufrieron las consecuencias de la erupción del volcán tras 85 días de actividad».

«Hemos querido recuperar toda aquella incertidumbre y, a la vez, fascinación, y transformarlo en una instalación paisajística que invite a la reflexión», explica Gras Balaguer. Pero no ha sido fácil. Para lograrlo, ha sido necesario transportar 70 toneladas de material volcánico que ahora forman parte de este jardín de gran formato, cuyo arquitecto lo ha complementado con una selección de piedras que se han colocado para representar, como si de una constelación se tratase, a las islas del archipiélago canario, rodeadas de ese mar de cenizas negras que forma ese océano donde fue a morir la lava.

«La risa de las flores»

El proyecto continúa un piso más arriba de donde se encuentra el jardín zen con la exposición «La risa de las flores», situado en el invernadero de los bonsáis y el Patio del Tilo. En ella se continúa con esta idea de un ciclo vital que crea y destruye a partes iguales a través de la muestra de 15 artistas asiáticos y españoles que han investigado la cultura de las flores en Asia. Una Mona Lisa de cuyo cuerpo atacado surgen ramos de flores, campos de azafrán, cuadernos de viaje... Todo ello se da cita en una muestra que juega con el arte plástico y digital para reflexionar acerca de la presencia de las flores en las artes visuales en el transcurso de la historia del arte, partiendo de la idea de la flor y su impacto cultural en el mundo.

El título de la exposición nace de uno de los haikus de primavera del poeta japonés Matsuo Bashô, en el que habla de esta «sonrisa de las flores», una forma de expresar la primavera y que coincide con el nacimiento de la flor del cerezo. En la cultura japonesa, cada estación se identifica con un estado de la naturaleza, expresando así el carácter cíclico de la misma y, en última instancia, la certeza de la temporalidad del mundo sensible. Esta conciencia del paso del tiempo es lo que el mismo poeta expresa aludiendo a que «año tras año se alimenta el cerezo de hojas caídas». Plenitud y belleza que se alimenta de plenitudes y bellezas pasadas. Que se autodestruyen para volver a resurgir en nuevas formas y de la cual ni siquiera el ser humano es capaz de escapar. «También mi nombre se lo llevará el viento, como a las hojas», escribe Bashô. También él «alimentaría» a las flores.

«La conexión entre el jardín zen y la exposición se hace a partir de los elementos vivos, es decir, de la flor», añade la comisaria de ambos proyectos. «La flor se muestra como elemento significante de la temporalidad de la existencia y de lo que somos», explica. «La flor nace y muere cada estación del año, como el resto de seres vivos. Gracias a este movimiento que se repite el universo progresa, vamos hacia delante». Pero, además, lo que se ha buscado es «unir lo bello y lo siniestro a través de un elemento, que es la flor, que va mucho más allá de lo decorativo». Las flores, efectivamente, «nos acompañan en todos los momentos de nuestra vida, sean dulces o amargos, sea para celebrar un nacimiento o llorar un funeral». Asimismo, en el proyecto se establece un diálogo entre artistas asiáticos y europeos. «Era necesario para poder reivindicar una cultura global y extender las conversaciones en una búsqueda constante de unirnos más como humanidad».