Opinión

Whisky Dylan

El cementerio de Mick Jagger, un gran hombre de negocios, recibió la llamada de Bill Gates para usar «Start me up» en un lanzamiento de Microsoft. Inició la negociación de inmediato. A Jagger se le ocurrió una cantidad disparatada, más disparatada aún y sin pausa escuchó un rotundo SÍ que lo llevó al desconcierto. Gates estaba en disposición de comprar cualquier himno, cancionero o banda con la calderilla que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Durante los últimos dos siglos, los Rolling Stones han anunciado su última gira, que continúa con la siguiente última gira. Al contrario, Bob Dylan emprendió hace milenios «The Never Ending Tour», como un seguro a todo riesgo de su viejo estilo de vida: moriría con las botas puestas mientras el mundo primitivo de su juventud ya era preciada arqueología.

Luego, coño, Dylan también vendió su nombre a Apple, a Pepsi, a Chrysler e incluso a un marca de yogures cuyo nombre olvidó. El hombre que llevó la fe a los noctámbulos, el párroco con voz de rata enchufado a una guitarra eléctrica, aquel saltimbanqui que huía de los clubes por las Grandes Llanuras, se ha hecho ahora marca de whisky. En «Pat Garrett y Billy El Niño», la película de Sam Pekinpah donde Dylan musicaba líricamente el ocaso de los forajidos y la muerte del western, Garrett, después de liquidar a su amigo y cobrar su salario de este lado de la ley, dice: «América está cambiando y yo tendré que cambiar con ella». Ahora tendremos que escuchar las canciones y beber de el whisky si queda algo de calderilla en los bolsillos.