Opinión

Masaya

No pensé que debería referirme otra vez a Nicaragua, país que muchos españoles conocemos y queremos. Unos fueron allá porque creyeron en la utopía de la revolución sandinista; otros como bastantes etarras, huyendo de la presión de la Guardia Civil; otros servidores del Estado que asumimos el compromiso de España y de otros países bajo bandera de Naciones Unidas de contribuir a poner fin a una guerra civil que duraba diez años.

Hoy, tristemente, nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores desaconseja viajar al país que está en «casi guerra civil» cuando se acaban de cumplir 39 años de aquel levantamiento contra la dinastía Somoza.

Escribo con dolor porque conozco, porque quiero. Se quiere a Nicaragua porque sus gentes son hospitalarias y desprendidas; porque los he conocido entregando sus armas en la Kiatara, allá por la región atlántica «miskita», pidiendo perdón a Dios en cristiano moravo, por si «sus balas habían herido o dado muerte a un compatriota»; porque recibí de ellos más lecciones de dignidad que las que encontré en países ricos, como ver a unos médicos de formación sandinista o cubana de un hospital de la Organización Mundial de la Salud en la región Río San Juan, atendiendo con profesionalidad y escasísimos medios, a sus propios enemigos de la «contra».

Masaya era el lugar que obligatoriamente visitábamos todos. Situado a una treintena de kilómetros de Managua, importante nudo de comunicaciones, conocido como «corregimiento de Moninbó» en tiempos de la Capitanía General de Guatemala por el que pasaba el Camino Real hacia Panamá. La Corona española le concedería el título de «muy noble y leal villa fiel, de San Fernando de Masaya». Hoy Moninbó es un barrio de la ciudad que vivió y sufrió sangrientos enfrentamientos los pasado 17 y 18 de este mes de julio.

La ciudad es además un mercado abierto donde confluyen todas las ricas artesanías del país y es conocida por sus fiestas de la Asunción y de Santo Domingo de Guzmán –primera quincena de agosto– y de San Jerónimo el 30 de septiembre. Dicen que es ciudad con tres meses de fiestas al año. Sus alrededores son fascinantes: las cinco bocas del volcán Popogatepe (montaña que arde) y la laguna de Apoyo forman un parque nacional de extraordinaria belleza.

Yo no puedo olvidar mi primer encuentro con Masaya. Domingo de primeros de marzo 1990. Días antes, en una escala de Iberia en San Juan de Puerto Rico, habíamos conocido la victoria no prevista de Violeta Chamorro sobre Daniel Ortega, lo que facilitó indiscutiblemente el fin de la guerra y el trabajo de Naciones Unidas.

Visita obligada. Mercadillos. Misa dominical. Iglesia de San Jerónimo. Oficia un sacerdote belga revestido de casulla y liturgia preconciliar, es decir mirando al altar. Para nosotros, españoles recién llegados, primera sorpresa. Hasta que llegó la segunda: a media misa estallaron ruidosos unos cohetes en el interior del templo; marcas negras en las bóvedas. Alguno pensó que eran disparos. De pronto aparecieron sudorosos un grupo de jóvenes portando en andas la imagen de San Jerónimo. Al parecer algún agraciado con la lotería daba las gracias a su santo patrón paseándolo por las calles, al tiempo que remuneraba a los sudorosos porteadores. El cura belga, impávido, acostumbrado a aquellas extrañas manifestaciones de fe, se giró, esperó a que acabasen de colocar a San Jerónimo en su hornacina y continuó la misa.

Todo me viene a la cabeza cuando sé que el cardenal Leopoldo Brenes, el sucesor de nuestro Miguel Obando, denuncia que desde el 18 de abril en que comenzaron las protestas populares por un proyecto de reforma de la seguridad social, se han producido entre 277 y 351 muertes, según las fuentes; que hay más de 2.000 heridos; que, teniendo en cuenta que el 58,8 de los nicaragüenses son católicos, la Iglesia se siente perseguida por dar cobijo en sus iglesias a heridos que no se atienden en hospitales públicos; que el mismo ha sido amenazado y agredido junto al Nuncio Sommertag; que incluso el obispo Silvio Báez ha resultado herido. Clama como salida de la grave crisis que se adelanten elecciones a marzo de 2019, dos años antes de lo previsto.

Las lecciones que se desprenden de este conflicto no son diferentes a otras situaciones como las que vive Venezuela. La revolución sandinista, presentada como igualitaria y libre, fue como escribió un converso Sergio Ramírez (1) «una utopía compartida que unió a una generación de nicaragüenses que la defendió con las armas y una generación en el mundo que encontró en ella una razón para vivir y para creer». Pero «fue». El problema de hoy radica en que un enquistado sandinismo no percibe lo que las nuevas generaciones de nicaragüenses necesitan y demandan.

(1).Sergio Ramírez. «Adiós muchachos» Aguilar.México. 1999.