Opinión

Madre solo hay una

La mía hace ahora 20 años que murió. Se fue joven. Estaba muy cansada. La vida no le había tratado demasiado bien. Era la mayor de muchos hermanos y, desde los cinco, tuvo que ir con su padre a trabajar el campo. Se agarraba a su pelliza y caminaba dormida, arrastrada por él, hasta que caía. Entonces su padre la levantaba a besos. Su gran pena era y fue siempre no haber ido a la Escuela. Aprendió sola a leer y a escribir, con esa escritura en la que se tardaba una enormidad en poner María. María, se llamaba también Candela de segundo. Nombre que eligió, ya de mayor, para su DNI. Mi madre era de una belleza extraordinaria.

Y de un talento artístico inmenso. Podría haber sido una gran actriz o escritora. De hecho, cuando murió descubrimos un cuaderno lleno de relatos suyos con aquella letra ingenua. Era también inteligente y difícil. Yo, como tantas hijas con sus madres, la peleaba mucho. No me gustaba verla ni frágil ni dominadora. Me desesperaba su tristeza y irremediable falta de vida propia. Me dolía no poder darle lo que necesitaba, me sentía culpable.

Yo la quería a mi gusto, como todas las adolescentes. Con el tiempo llegó un día en que me descubrí hablando como ella, diciéndole a mi hijo lo que ella me decía, encajando en sus faldas y sus zapatos, cocinando a su manera. Llegó un día en que me miré a la espejo y la vi. Mamá, dije. Y el reflejo sonrió. Porque a las madres se las lleva tan adentro que nos vamos convirtiendo en ellas mismas. Y yo quiero, si se puede elegir, volver a su útero a dormir. Cuando me vaya