Opinión

Guerra por el poder de la Generalitat

La política catalana sufrió ayer una vuelta de tuerca más. Ésta, además, asfixia de tal manera a la presidencia de la Generalitat y al Parlament que impide que se desarrolle la mínima actividad política. Si hasta ahora las instituciones de autogobierno estaban sometidas al dictado descarado y grotesco del independentismo, a partir de ahora es imposible gobernar los asuntos ordinarios del día a día, ya de por sí olvidados. La legislatura ha muerto y ayer quedó claramente visualizada por la ruptura de la alianza entre ERC y JxCat. En primer lugar, Joaquim Torra retó al presidente del Parlament a no tener en cuenta la decisión de la Mesa, que, a su vez, avalaba la de la Junta Electoral Provincial de inhabilitarle, siguiendo el dictamen del secretario general de la Cámara. El presidente del Parlament, Roger Torrent, que es un reconocido dirigente de ERC, no aceptó la propuesta de proseguir con la desobediencia que hubiera supuesto de facto el cierre de la institución porque cualquier ley que aprobase sería recurrible al situarse fuera de la legalidad. En segundo lugar, aunque más anecdótico, evidenció con toda su crudeza que el acuerdo entre las dos fuerzas independentistas mayoritarias se ha roto: Torra sólo mereció el aplauso de su partido y el silencio de ERC.

De esta manera, la convocatoria de elecciones va a depender de cómo cada uno de estos partidos administren su victimismo atesorado. Los neoconvergentes acusarán a los republicanos de pactar con el «verdugo» Pedro Sánchez y no salir en defensa del presidente de la Generalitat y los de ERC recurrirán al gran sacrificio de Oriol Junqueras, condenado a 13 años por sedición, mientas Puigdemont huyó indignamente. El conflicto se librará dentro del independentismo, entre dos partidos que guardan serios recelos desde que ERC formó parte de tripartito liderado por Pasqual Maragall y que supuso el principio del fin del pujolismo, fue tratado como un partido de payeses frente al refinamiento de los Convergentes, bien conectados con el mundo empresarial e implacables en el cobro del 3%. En definitiva, se trata de una lucha descarnada por el poder de la Generalitat, algo que ha sido el «deus ex machina», la energía última que ha insuflado vida al «proceso»: conquistar una enorme máquina administrativa, política y financiera fuera del control de Estado. No hay que olvidar que el desafío independentista fue inspirado por dos hecho inconfesables: la ocultación de los delitos económicos cometidos por al antigua Convergencia y conservación del aparato político y clientelar de la Generalitat. Ahora, por primera vez, ERC ve posible convertirse en la fuerza hegemónica del nacionalismo y ha dirigido toda su estrategia en esta dirección, incluido su apoyo al Gobierno de coalición de PSOE y Unidas Podemos. Ahora sólo queda esperar la decisión del Tribunal Supremo si la inhabilitación es firme para que Torra deje de ser presidente de la Generalitat, un escenario que complica la reunión que Pedro Sánchez tenía previsto mantener e incluida en los acuerdos con ERC.

Las primeras semanas del Gobierno han demostrado su debilidad y lo arriesgado e irresponsable de las líneas maestras de su política –como el nombramiento de Dolores Delgado como Fiscal General del Estado, el anuncio de la reforma del Código Penal para cambiar la pena de sedición y el radical giro de la política hacia Venezuela–, lo que debería aconsejar a Sánchez más cautela, si no quiere abrir un nuevo frente, precisamente en el punto clave para seguir en La Moncloa. El deterioro institucional de Cataluña es tal que convocar elecciones no parece que ayude a paliar la situación, pero en nombre de los derechos democráticos de los catalanes no independentistas, Torra no puede ser presidente y el Parlament, en lo posible, debe continuar su tarea legislativa, si puede o le dejan.