Opinión
Pangolines
Se confirma que el origen del coronavirus está en la carne del pangolín. La primera vez que oí la voz «pangolín» data de mi tierna infancia en el Colegio del Pilar de Castelló. Mi compañero Alberto Azqueta, donostiarra simpatiquísimo, se presentó un día con andares lacerantes. Piernas abiertas y gestos de dolor. -¿Qué te pasa?- le pregunté; Azqueta, que no destacaba por su afición a la Poesía, me respondió con una rima inesperada. -Pues que tengo el pitilín/igualito a un pangolín-. Ya en casa, consulté en una enciclopedia de animales, y al llegar al pangolín, tuve que reconocer que lo de Azqueta no era una broma. Lo que ignoré hasta pocos días atrás, es que los chinos consideran a la carne del pangolín como un manjar exquisito, lo que me ha empujado a distanciarme aún más del inmenso país oriental. Porque China, y especialmente la cantonesa, tiene una interesante y variada cocina, y está considerada como una de las naciones más ricas en lo que a la gastronomía se refiere. Otra cosa son los japoneses, que comen pescado crudo y por eso crecen poco. También hay pangolines en África, pero allí los dejan en paz y no los guisan, como en China. El pangolín africano es más grande que el asiático, y con las conchas escamadas más oscuras e impermeables.
A partir de ahora, la humanidad se fijará más en el desdichado pangolín, cuya denominación viene del malayo «penggóling», mamífero del orden de los desdentados, cubierto todo, desde la cabeza a los pies y la cola, de escamas duras y puntiagudas, que el animal puede erizar (era el caso de Azqueta), sobre todo al arrollarse en bola, como lo hace para defenderse. Hay varias especies propias del centro de África y del sur de Asia, desde seis a ocho centímetros de largo hasta el arranque de la cola, que es tan larga como su cuerpo. Así lo define la Real Academia Española, que omite su particularidad de excepcional singularidad gastronómica. Por su menguado tamaño, de servirse en España, sería en el aperitivo. -Si los pangolines están frescos, póngame una ración a la plancha-; y se oiría en la barra del bar: -¡Marchando una de pangolines a la plancha!-.
En España, sólo se conoce la existencia de un pangolín, más ceremonioso que los africanos y asiáticos, si bien cubierto de conchas escamadas más resistentes que las de los pangolines chinos o tanzanos. El pangolín español –«Pangolinus Ivanrredondis»–, luce en la cabeza un bien armado bisoñé que le permite bajar la chochola en el saludo sin riesgo a que se le caiga el postizo. Pero no es pangolín a degustar, por constituir el único ejemplar entre nuestra fauna. Su «habitat» natural se ubica en los aledaños de La Moncloa, aunque en Extremadura aseguran que fue visto en las dehesas cercanas a Mérida unos años atrás.
Ante la imagen de un pangolín chino, se puede comprender mejor lo del coronavirus. Su degustación nada tiene que ver con la necesidad imperiosa de calmar el hambre. Se trata de un capricho gastronómico de la clase media-alta y la altísima de la República Popular China. Es un plato de prestigio social, un alarde de poderío económico, porque unos pangolines con kiwis y fresitas del huerto de la abuela Cui-Ping-Sing –la nueva cocina china–, cuestan un congo. Al pobre médico que alertó de la epidemia, lo castigaron las autoridades chinas por su sinceridad profesional, y falleció hace dos días víctima del coronavirus. El pangolín deposita el virus en los consumidores de su carne, y a partir de ahí se abre el melón de los contagios. No obstante, y es humilde opinión ajena a la ciencia, la gripe normal y corriente aunque existan un centenar de gripes compitiendo entre ellas, ha causado muchas más muertes que el coronavirus del pangolín. Como soy persona de carácter, he prohibido terminantemente que se compre carne de pangolín en mi casa, aunque el pangolín español, el conocido «pangolinus ivanrredondis», con su perico postizo, esté para comérselo. Pero hay que mostrarse firme en este aspecto. Faltaría más.
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