Opinión
Desfachatez
La evidencia científica dice que todos creemos firmemente solo aquello que deseamos creer. (Será por eso). Lo aseguran los estudiosos de la psicología, la conducta, la neurociencia… Así que, sabiendo que se dirigen a una parroquia de fieles y de conversos, muchos políticos abusan de la mentira y la falsedad, con tranquila impunidad. Vivimos tiempos absurdos, nunca como hoy existieron tantas y tan contundentes «pruebas» documentales de los hechos (vídeos, fotografías, testigos solventes, testimonios sonoros que prueban esto y lo otro…), y sin embargo nada de ello convence a quien está dispuesto a creer lo contrario de lo que evidencian las pruebas. Usando una metáfora, podría decirse que si la verdad fuese un crimen horrendo, no habría manera de esclarecerlo ni de hacer justicia, dado que los investigadores policiales y judiciales serían los propios asesinos, que se moverían por el interés, no de constatar una realidad, sino de justificar sus mentiras, su fechoría. Así, la sociedad no exigiría reparación y justicia por la muerte de un inocente, sino argumentos que reafirmasen las convicciones del criminal y sus acólitos. El disparate es enorme, todos los días asistimos a espectáculos estupefacientes en los que alguien acusa a sus enemigos de ser lo mismo que él ha demostrado ser: el terrorista convicto y confeso reclama por «el terrorismo del Estado». El delincuente llama delincuentes a sus víctimas. El ladrón acusa a su perseguidor de ladrón… Además, la legendaria neolengua orwelliana es utilizada con profusión: a la mentira se la cataloga como verdad, y viceversa. A la represión se la proclama «método democrático». Los violentos juran ser estandartes de la paz, hacen llamamientos internacionales al diálogo, promueven mesas de negociación donde a menudo incluyen a Noruega –el Premio Nobel de la Paz es elegido por el Comité del Nobel noruego, quizás esto tenga algo que ver–; los que buscan acabar con la tranquilidad social y promueven disturbios que cuestan millones de dinero público en pérdidas, se autodenominan gente de paz y justicia social; ricos elitistas xenófobos, que tratan de mantener y justificar sus privilegios, se erigen en defensores de los desfavorecidos… Como si el Progreso, antaño la Alicia en el País de las Maravillas de Occidente, se hubiese trasladado definitivamente a vivir al otro lado del espejo. Y a nadie le importara un bledo.
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