Opinión

Reservorio

Estudiando las raíces psíquicas y sociales del odio, el filósofo Cornelius Castoriadis, que comenzó siendo marxista para después renegar del marxismo (como Felipe González; pero haciendo el camino contrario de muchos socialistas españoles recientes) dedujo que el odio psíquico era condición esencial de las guerras. No su causa, sino la munición espiritual que los individuos precisan para entrar en acción y permitirse socializar la expresión de su desprecio. El odio al otro, pero también el odio hacia uno mismo. Sin odio es difícil acometer empresas destructivas, desde la guerra al insulto político en el Congreso. Hoy la guerra convencional ha sido prácticamente desterrada –al menos de manera aparente– en casi todo el mundo, aunque quedan otras formas de expresión de esa violencia que, como decía Castoriadis, millones de personas a lo largo de la historia han utilizado para asesinar a otros individuos, completos desconocidos, o dejarse asesinar ellas mismas. Ahora que ese depósito de odio no se utiliza para los frentes de batalla, se manifiesta en formas de desprecio variadas. Castoriadis hablaba de racismo y xenofobia, pero en nuestros días, en España, se ha decantado sobre todo en el rechazo y el aborrecimiento al adversario ideológico. Así que los ciudadanos están escindidos, como si pertenecieran a dos sociedades distintas, a pesar de que forman una sola. Castoriadis decía que ante el encuentro de una sociedad con otra se plantean generalmente tres posibilidades, o supuestos: que «los otros» sean superiores, iguales o inferiores a nosotros. Si se acepta la superioridad del otro, se debe renunciar a las instituciones propias para adoptar las de los superiores. Si se considera que el otro es igual, «sería indiferente» ser una cosa o la otra. Así que, ante lo intolerable de esas dos opciones, que supondrían abandonar una identidad muy duramente adquirida, quedaría solo la tercera posibilidad: que los otros son inferiores. En España, dos facciones ideológicas coexisten difícilmente en una «conjunción fatal» que se debate entre las tendencias destructivas de los individuos y la necesidad de reforzar cada una su posición con leyes, valores, mentalidades y significaciones propias, considerándolas «únicas en su excelencia y en sus verdades», mientras se juzga a las de los otros como «inferiores, falsas, malas, asquerosas, diabólicas». El odio, como el coronavirus, parece tener un reservorio siempre dispuesto para infectar a las dos Españas.