Opinión

Thomas Jefferson

La importancia de Thomas Jefferson (1743-1826) en la historia de los Estados Unidos es decisiva y la dimensión de su historia política, de primera magnitud. Su más importante biógrafo Merrill D. Peterson así lo ha demostrado en la colosal obra de síntesis histórica que le ha consagrado, «Thomas Jefferson and the New Nation: A Biography» (1970). Ello ha sido psicológicamente puesto en entredicho en la obra de Fawn M. Brodie («Thomas Jefferson: An Intimate History», 1974), muy incrustado en las motivaciones del entendimiento humano de Virginia, cuyos objetivos expansivos en el gigantesco Valle del Mississippi le hicieron chocar violenta y apasionadamente con los intereses geoestratégicos de España, lo que obliga a una consideración histórica atenta respecto a su significado histórico, la peculiaridad de sus actitudes personales y, en particular, su representatividad en el Congreso de los Estados Unidos en torno al problema de la Western Land Question.

La «era jeffersoniana» se inicia en el año 1800, tras unas elecciones que a Jefferson mismo le gustaba denominar «la revolución de 1800». Se trata, en efecto, de un momento histórico de ajuste político en lo referente al equilibrio de los poderes internos, heredado, aunque no asimilado, de las «libertades inglesas», pues en la adopción del modelo británico, los colonos norteamericanos se sintieron herederos de algunas, pero no supieron perfilar las relativas al equilibrio de poderes, creando desacuerdos entre poderes presidenciales, congresuales y del Tribunal Supremo de Justicia, en el que destacan disonancias entre Jefferson y John Marshall. En otra línea, durante la era Jefferson surgió disenso en temas de política europea.

La característica de Jefferson como hombre del partido le llevó a la constitución de un gabinete de republicanos, de gran formación, prestigio y capacidad para conseguir sentir favorable en la opinión pública nacional. John Adams había nombrado a los magistrados del Tribunal Supremo, de acuerdo con la Ley Judicial de 1801 y, en el último momento de su mandato, al secretario de Estado John Marshall, presidente del Tribunal Supremo, verificando otros nombramientos del orden judicial a favor de caracterizados federalistas. La larga permanencia de Marshall como presidente del Tribunal Supremo y su participación incansable en más de un millar de dictámenes y jurisprudencia produjeron una consolidación efectiva de la Constitución y, en consecuencia, del sistema federal.

El énfasis radicó en que la Constitución era una ordenanza del pueblo y no un acuerdo entre Estados y que Estados Unidos era una nación soberana y no una federación. Marshall insistió en dos principios fundamentales: primero, el Tribunal Supremo poseía la facultad de anular aquellas leyes de los Estados estuvieran en desacuerdo con la Constitución; y que sólo el Tribunal Supremo tenía derecho a la interpretación de la suprema ley de la Nación, especialmente en concesiones de autoridad. Esto convirtió al Tribunal Supremo en un importante núcleo de poder en Estados Unidos. Respecto a Europa se distinguieron dos actos de naturaleza distinta: por una parte, la compra de Luisiana a Francia, quien la había recuperado de España en 1801. Una segunda cuestión radica en conocer cuál fue la posición política de Jefferson en la última fase del conflicto anglo-francés.

Es absolutamente evidente que los objetivos de la política exterior de Jefferson coinciden con los de Washington y Adams: garantizar la seguridad de la independencia norteamericana y no adquirir ningún compromiso irrevocable, manteniendo una estricta neutralidad. En esta última cuestión pesaron las tendencias viscerales de Jefferson: aproximación a Francia y antagonismo con España. La teoría que defendió se basaba en la creencia de que la amistad de Estados Unidos con Francia suponía un contrapeso de la alianza hispano-inglesa, pues su condición de grandes potencias ultramarinas las aproximaba a una alianza política que nunca se realizó, lo que se conoce en el lenguaje diplomático como «el orgullo de Gibraltar»: honor nacional en el caso español; engaño de Estado en el caso británico. Al no ser factible, el impulso de la «americanización de América» se hizo irresistible.

Para Jefferson la derrota de Inglaterra y de España suponía el final de su predominio en América, lo cual representaría la expansión de Estados Unidos en el continente americano sin obstáculo alguno. Se inclinó hacia la estricta neutralidad, comerciando con todos. Y, como se decía en Inglaterra, «obtener fortuna de los infortunios de Europa». En el verano de 1807 la tensión tuvo un momento culminante cuando el navío de guerra inglés «Leopard”» apresó al navío de guerra norteamericano «Chesapeake», hirió a más de veinte hombres de su dotación y apresó a varios marineros. Inglaterra ofreció disculpas, pero no renunció a su derecho de «inspección y recuperación de desertores». El incidente adquirió gravedad al producirse la guerra de 1812: sus más graves consecuencias las sufrieron las casas comerciales y navieras norteamericanas y una oleada antijeffersoniana llegó hasta el Congreso.