Literatura

La esperada dama

Tallada en mármol blanco, nunca se había encontrado nada parecido

Javier Sierra

Era una casita encantadora, de una sola planta, rematada por una coqueta torre octogonal de grandes ventanas que daban a un salón lleno de libros. En aquel entonces, a principios del siglo pasado, su ubicación en la céntrica calle Ruiz de Alda de Cádiz permitía al enjuto propietario del inmueble acercarse a sus quehaceres en el Museo de la ciudad. A don Pelayo Quintero Atauri, hombre de traje negro, corbata y lentes valleinclanescas, sus vecinos lo veían de vez en cuando tomar pala y azadón y, en mangas de camisa, hurgar en el jardincillo que tenía frente a su fuente azulejada. Cuando lo saludaban el señorito se enjugaba el sudor, aclaraba sus gafas con un paño y devolvía el cumplido sin aclarar qué estaba haciendo. Lo suyo no parecía jardinería, sino arqueología.

Y es que aquel conquense de familia ilustre llevaba años merodeando por Cádiz en busca de sus antiguos tesoros perdidos. En 1912 había peinado ya a fondo la necrópolis del barrio de San Severiano. Allí, en un terruño conocido como la Punta de la Vaca, se había descubierto en mayo de 1887 un sarcófago fenicio intacto. Era una pieza soberbia. Tallada en mármol blanco, nunca se había encontrado nada parecido en la península ibérica. Sus referentes había que buscarlos en Sicilia o incluso en el Líbano. Don Pelayo se obsesionó con aquello. Como director del Museo que se fundó al calor de ese hallazgo, raro era el día que no dejara su despacho para merodear a su alrededor, como si esperara que la piedra fuera a hablarle de un momento a otro.

Fue entonces cuando empezó a contar –sin prueba, ni pista, ni evidencia alguna– que aquel cajón de mármol con cara de uno de los Hermes que esculpía el ateniense Alcámenes hace veinticinco siglos, debía de tener su pareja. ¡Y se empeñó en buscarla! De hecho, cada vez que hincaba su piqueta en algún rincón de la Punta de la Vaca se preguntaba si la dama de aquel caballero fenicio saldría al fin a su encuentro.

Pero no tuvo suerte. Pelayo Quintero volvía una y otra vez a su recoleto chalé de Ruiz de Alda con las manos vacías. Y es seguro que se llevó esa frustración a Tánger cuando en 1939, al término de la Guerra Civil, buscaría acomodo lejos de las malas lenguas –como la del hermano del escritor José María Pemán, César–que lo persiguieron acusándole de masón y de tener ciertos gustos intelectuales poco católicos. En África murió en 1946, piqueta en mano, sin resolver su obsesión por la «dama perdida».

Hace cuarenta años –se cumplieron el pasado 26 de septiembre– el anhelo de don Pelayo se resolvió del modo más inesperado. Lejos de la Punta de la Vaca, en el mismo centro de Cádiz, una excavadora tropezó con una plancha de mármol en mitad de un estrato arenoso sin el menor interés. El operario, Rafael Gómez Camacho, se apeó de su máquina y despejó como pudo la tierra que enturbiaba la roca. Resultó ser la tapa de algo. Metió la mano por debajo y logró arrancar de la oscuridad un puñado de huesos humanos. Las obras se paralizaron. Llegaron los arqueólogos. Retiraron la arena que rodeaba aquel obstáculo ante la mirada incrédula de la vecindad y se dieron cuenta de que se trataba de un sarcófago femenino, fenicio, de las mismas dimensiones, piedra y calidad que el famoso féretro hallado un siglo antes.

Aunque lo mejor estaba por llegar. Alguien se dio cuenta de que la nueva pieza –que mostraba a una mujer de pelo rojizo, con trazas de policromía todavía intactas– había sido localizada exactamente bajo el solar que un día ocupara la casa de don Pelayo. Sí. La de la torre y la fuente de cerámica. «¿Era eso lo que buscaba en su jardín a golpe de azada?», comenzaron a murmurar esas lenguas que nunca descansan. Hubo incluso quien echó mano de fotografías y planos de la época y determinó que el emplazamiento de la «dama» coincidía a la perfección con el dormitorio del ilustre arqueólogo.

Hoy me cuesta creer que todo esto obedezca a la casualidad. Hace mucho que no creo en el azar. Es el recurso de los desinformados o de los que no quieren pensar demasiado. Por desgracia para ellos, la historia de la arqueología está llena de historias parecidas. Sueños, intuiciones e incluso visiones son frecuentes en los libros de arqueólogos de esos años. Don Pelayo, hijo de una era llena de teósofos, buscadores de la Atlántida en Doñana y espiritistas, debió de permearse ante esa clase de relatos. Él, ucleseño adusto, guardó un discreto silencio sobre ellos en sus escritos, pero nos legó post mortem esta singular clarividencia que ahora, a cuatro décadas del descubrimiento que la confirmó, aún me estremece.

¿A usted no?

Javier Sierra es escritor y ganador del Premio Planeta