Temporal

Nos faltaba jugar

A esos tiempos volví justamente ayer cuando les dije a las niñas que iba a ser yo el próximo en subirme al trineo y en el descenso volví a tener ocho años.

Hablo de ese impulso por el que uno desliza por primera vez los pies por la cuesta durante la gran nevada, del gesto de salirse del camino y saltar sobre la cresta de nieve tan ligera casi de harina, de que no importe ponerse los bajos de los pantalones como un bebedero de patos. Del intento de descolgar del alero el carámbano que se formó tan rápido que nadie sabe cómo, de pronto, estaba allí. De ver caer al vacío su espada espeleológica y sobrecogerse ante el fenomenal sonido que emite cuando se destripa contra el suelo, entre el ruido de un muro que se derrumba y una pedrada en una manta. Me estoy refiriendo a la manera espontánea en la que uno, al devolver la bola de nieve al extraño y resbalando las suelas sobre la acera por la fuerza del lance, arquea el cuerpo para mantener el equilibrio, cae jadeante de espaldas, ríe a carcajadas, y el otro también ríe a carcajadas. A la forma en el que, sobre el andén, el pasajero encorvado por el frío como un galápago urbano, cruza la mirada cómplice con otro pasajero y se diría que se han sonreído un instante sobre esa hora naranja en la que los copos vuelan como avispas alrededor de la luz de las farolas y la estación de Chamartín es un apeadero de las afueras de Novosibirsk. Al gesto de ponerse los esquís para ir a por el pan, al tipo que sacó el trineo de perros husky por el barrio de San Lorenzo, a los que se sentaron en plena Gran Vía a tomar una cerveza de lata como si estuvieran en Aspen. A la mera contemplación de la nieve que se posa sobre la rama, sobre el columpio y sobre papelera, ¡y qué bella la hace! A la leña de las chimeneas tan lejanas y tan silenciosas que se dirían chimeneas de Castilla, y cuyo olor nos desvela de pronto un pasado inminente. A esos tiempos volví justamente ayer cuando les dije a las niñas que iba a ser yo el próximo en subirme al trineo y en el descenso volví a tener ocho años.

La nevada en la gran ciudad es un regreso colectivo a la infancia. Pese a los atascos y los conductores atrapados, a la rueda de la ambulancia que derrapa en el hielo de la cuesta a un kilómetro de la casa del enfermo, pese a las ojeras del celador y pese al parón en la vacunación, pese a que si uno cierra los ojos aún puede escuchar el quejido de los respiradores, pese a que en dos días las cunetas se llenarán de una sopa infame ennegrecida por la suciedad y el barro, y pese a que se pondrán los quirófanos de traumatología como el bar del tendido 10 de Las Ventas en las tardes de clavel, pese a todo eso, digo que hemos sido niños fenomenales. Filomena ha traído una nevada que corona un tiempo de sucesos históricos: una pandemia histórica, una caída del PIB histórica, un Brexit histórico, un asalto al Capitolio histórico, una cifra de muertos histórica y ahora esta histórica cantidad de niños tirando de sus trineos por las aceras de la ciudad asediada de blanco. Solo la muerte y el juego inocente de la infancia nos hacen ser iguales. Hemos muerto como nunca; nos faltaba jugar.