Cristina L. Schlichting

Las dos ciudades

«Dos amores fundaron dos ciudades, a saber: el amor propio, la ciudad terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio del propio, la ciudad celestial», así describe San Agustín la diferencia entre el mundo del poder y el entregado al amor mutuo. Supongo que no existe país sobre la tierra donde se encarne plenamente ninguno de los dos y nadie puede reputarse de haber implantado aquí abajo el universo del amor, pero es inquietante que, en los lugares donde una ideología obsesiva conquista el corazón de una buena parte de la población, el resultado es muy parecido a la ciudad terrena: señores dominados por la ambición de poder, que anteponen sus planes al bienestar de las gentes. Cataluña es uno de ellos. La mitad de la población ha convertido en su prioridad conseguir la independencia del territorio, al margen de los deseos del resto y, por supuesto, de la economía, el orden o el bienestar locales. Tan radical es el asunto que ni la ruina ni el nacimiento de una generación de jóvenes violentos detiene los propósitos de los secesionistas.

Ni Pere Aragones ni los representantes de los partidos independentistas han acudido al importante acto del Rey en defensa de la reindustrialización de Cataluña. No es prioritario para ellos que las personas tengan trabajo ni que las fábricas de automóviles eléctricos prosperen en un territorio del que se han marchado tantas empresas debido al procés. Su prioridad es que Cataluña no sea parte de España, aunque les cueste el hambre. Prefieren que los inversores internacionales constaten la frialdad de los potentados locales que tenderles una mano que les anime a venir.

Verdaderamente son dos las Cataluñas actuales. La que lamenta la situación de la hostelería aherrojada o las dificultades inmensas de los negocios para salir adelante y la que -con tantos funcionarios, jubilados y jóvenes de buenas familias al frente- prefiere armar bronca en las calles y consumir los productos de la TV3 y Catalunya Radio. Una Cataluña pena y trabaja, la otra, se manifiesta y cobra del erario público.

No se entiende, de verdad, que el aniversario de Seat proporcione una oportunidad de implantar en España grandes fábricas de baterías de automóviles y conquistar a las multinacionales para poner plantas de producción de coches que den trabajo a miles de familias y que estos señores del procés se pongan estupendos.

Si la región estuviese boyante, si el PIB desbordase, podría ser hasta heroico boicotear al Rey y al presidente del Gobierno, pero con las arcas vacías y la reputación destrozada, es empecinamiento histérico, un exceso de histrionismo que se pone de espaldas al sufrimiento de la gente y quiere hacernos creer que ser catalán o español o inglés o ruso es más importante que comer.

Hay una diferencia substancial entre las dos ciudades de San Agustín: la una tiene fin en sí misma, la otra apunta al cielo. La primera vive la necia pretensión de convertir la Cataluña «libre» en el paraíso en la tierra, cuando no existen los paraísos. La segunda sabe que todo es pasajero aquí abajo y que lo que hay que procurar es el modesto bien de los ciudadanos. Es interesante constatar que el auge del nacionalismo coincide con la descristianización radical de Cataluña. Se ha cambiado entrega por narcisismo, y así les va.