Medio Ambiente
Agua de saldo
El hombre ha convertido el continente líquido en un vertedero. Al paso que vamos, y con el ritmo de contaminación de los mercantes, más que océanos vamos a tener eriales con marea alta y marea baja
Japón va a arrojar al mar un millón de toneladas de agua de la central nuclear de Fukushima y casi resulta imposible no acordarse de Blinky, aquel pez con tres ojos que popularizaron «Los Simpson», una serie que ha alcanzado el privilegiado estatus que en la antigüedad poseían los oráculos griegos. Cuando un acontecimiento convulsiona nuestra realidad, las miradas ya no persiguen los antecedentes en los libros de Historia sino en su colección de temporadas. Si algo similar aparece, enseguida un fulano saltará por Twitter subrayando que eso ya lo habían anticipado «Los Simpson» y los periódicos, con su habitual ansiedad por obtener un clic más, se apresurarán a reproducir la escena en sus webs. Más que unos dibujos, «Los Simpson» son la Biblia de la cultura pop. Es como si todo el futuro estuviera comprimido en sus capítulos y que nada de lo que pudiera depararnos el día de mañana no hubiera sido ya anunciado con antelación por sus guionistas. Lo que deja la vaga impresión de que si Dios tuviera que anunciarnos el siguiente diluvio universal no lo haría a través del Pontífice, sino a través de Homer.
Las autoridades niponas aseguran que el vertido residual no conlleva ningún riesgo para la salud humana, pero con el nivel de cinismo que últimamente ha alcanzado la política, supongo que muy pocos conceden credibilidad a esas declaraciones. Supongo que cuando aparezca el primer animal con mutaciones genéticas, los políticos de turno apelarán a Charles Darwin y asegurarán lo mismo que el señor Burns, el propietario de la central nuclear del imaginario Springfield, que no es una alteración del ADN, sino un paso más en la evolución de las especies. Muchos lo creerán y, lo que todavía resulta mejor, el fachendoso encargado de soltar la mentira obtendrá mayoría absoluta en las siguientes elecciones. La política, más que ofrecernos un horizonte, nos asoma a profundidades ignotas.
El hombre ha convertido el continente líquido en un vertedero. Al paso que vamos, y con el ritmo de contaminación de los mercantes, más que océanos vamos a tener eriales con marea alta y marea baja. La cantidad de basura será tan alta que acabaremos haciendo lo mismo que los arqueólogos con el monte Testaccio, la colina artificial que los romanos formaron con sus desperdicios y residuos: declarar a la mierda Bien Histórico Mundial. Las islas de plástico que vagan a la deriva por el Atlántico recibirán el título de Patrimonio Acuático y las agencias de viaje organizarán excursiones para que los padres lleven a sus hijos a fotografiar el estercolero. La crisis medioambiental nunca se resolverá porque el hombre se mueve en esa contradicción perenne que existe entre lo que hay que hacer y el pragmatismo de Gobierno. Por un lado, se firman protocolos medioambientales y, por otro, se lanzan al mar aguas de centrales nucleares. El futuro, sin duda, pertenece a los cíclopes.
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