Talibanes

De tableros y almas

Hoy los afganos se han quedado solos en medio de un tablero en el que juegan las grandes potencias a geoestrategias

Tengo que reconocer que escribo desde la indignación. Ni la evito ni la trato de amortiguar mientras tecleo en el ordenador las aproximadamente quinientas palabras de que consta esta columna semanal en La Razón. Es para mí un día de decepción, de poderoso sentimiento de frustración y rabia. Desde la bruma de una Asturias que no da tregua al sol, que se aísla y encierra para evitar que la ola de calor agoste las verdes extensiones que la personalizan, contemplo con dolor y quizá ingenuo estupor cómo apenas pasados tres años desde el fin de la pesadilla de Estado Islámico de Irak y Siria, el mundo vuelve a tener otro califato sangriento y devastador, esta vez en Afganistán.

Los que celebraron el final de la presencia estadounidense como un triunfo del antiimperialismo, se están rompiendo las neuronas para tratar de explicar o quizá entender las terribles consecuencias que esa salida, cobarde e insensata, va a tener para los más de 30 millones de afganos y, sobre todo, las 18 millones de afganas, que en algún momento estas dos últimas décadas de «tutela imperialista» soñaron con que podrían conseguir por fin vivir bajo un sistema democrático, o al menos un régimen parecido al que disfrutamos quienes tenemos el privilegio de hacerlo. Dice Biden que los políticos y el ejército afgano no han sabido hacer su trabajo. Quizá es que fuera demasiado pronto para dejarles solos o que todo ha sido demasiado rápido. Hay una cierta izquierda buenista e ignorante que no tiene problema en regalar tolerancia a quienes obligan a las mujeres a someterse al marido y a unas normas estrictas de vestimenta por el simple hecho de ser mujer. Casan tal barbaridad con el feminismo, como si fuera una liturgia igualitaria. Hoy acaso celebren que el imperialismo ha apartado sus sucias garras de Afganistán para dar paso a un régimen local y religioso más cercano a sus costumbres locales y tradición cultural. Pero no lo creo. Como digo, seguro que se están quebrando la cabeza para tratar de encontrar sentido al remedio que ha traído el fin de la enfermedad del imperialismo yanki y el seguidismo occidental de la OTAN.

Ya antes de la toma de Kabul, los terroristas que hoy controlan el país, iban obligando a las mujeres a casarse con sus guerreros en los pueblos y ciudades que sometían, mientras advertían de su intención de matar a quienes persistieran en seguir abrazando la cultura occidental. Violar, matar, forzar, es lo que hicieron en el Estado Islámico de Siria e Irak. Tienen práctica, músculo de imposición y han desarrollado técnicas de brutal sometimiento. Y algo muy similar harán en Afganistán. Ya lo están anunciando. La diferencia, tremenda, indignante, intolerable, es que frente a la Dawla, hubo una presión internacional, una alianza global ante el terror que terminó por destrozar aquel estado fallido y cruel. Hoy no. Hoy los afganos se han quedado solos en medio de un tablero en el que juegan las grandes potencias a geoestrategias que se sitúan muy por encima del sufrimiento de las personas, aunque sean pueblos enteros.

Desde luego, cuando hablo de grandes potencias no me refiero a Europa. Aquí también ha estado a verlas venir. Hasta que lleguen a nuestras fronteras las columnas de refugiados. Entonces quizá empecemos a darnos cuenta de lo que hemos hecho con Afganistán.