Volcán

Fotos

Estos días estamos viendo en directo la destrucción implacable de un edén secreto que parecía retar al tiempo

La isla de La Palma es un paraíso que desafía al océano, a la Tierra –al interior ardiente de la Tierra– y aún le sobran fuerzas para tratar de conquistar el cielo. Es la Isla Bonita, el lugar elegido por humanos y dioses antiguos para embriagarse de sol, de mar, de estrellas. Sus habitantes siempre han sabido que viven bajo el volcán, pero el peligro compensa con creces la oportunidad de habitar en un lugar de ensueño, hermoso y salvaje como pocos.

Estos días estamos viendo en directo la destrucción implacable de un edén secreto que parecía retar al tiempo. Conmueven las tragedias personales, íntimas, devastadoras que están sufriendo los habitantes de la isla, siempre acogedores y pródigos con el forastero, como suelen serlo esos elegidos, en todas las latitudes del mundo, acostumbrados a vivir rodeados de belleza. Pero también incomoda ver cómo hay quien saca réditos, o lo intenta, de la miseria que ha esparcido el volcán y su furia abrasadora, que empieza a cubrir lo que era orden y calma con ceniza negra candente, como si se tratara de una metáfora de la situación. La codicia también se alimenta de desdicha, y es capaz de monetizarla de muchas maneras, y aunque el espectáculo en directo de las evoluciones del volcán puede ser necesario –es científicamente instructivo–, hacer un show del desamparo y las tribulaciones de los palmeros que lo han perdido todo, exhibiéndolo como un logro, parece algo ruin y superfluo.

Los damnificados por la erupción, por otro lado, no necesitan caridad, en el sentido vulgar que entendemos hoy como «limosna», en todo caso precisarían la caridad en su acepción griega de «amor fraternal», y desde luego requieren ayuda –por parte de las autoridades–, y solidaridad –del resto de sus compatriotas–. Eso necesitan, y no las fotos de quienes envían imágenes, en vez de hechos, a una opinión pública fascinada por la catástrofe natural, que muchas veces no va más allá de las instantáneas, mudas y equívocas. Porque no es cierto que una imagen valga más que mil palabras: una palabra puede valer, o costar, mucho más que mil imágenes.