Internacional

Un punto blanco

Primero perdió la compasión. Luego la sensibilidad. Al final conquistó la indiferencia ante la muerte

Era un chaval distinto, desde luego, porque su primer regalo fue un kalashnikov. Pero no necesariamente peor, quiero decir que seguía teniendo una madre que entraba de puntillas en la habitación para comprobar si tenía fiebre. O que le hacía los postres más exquisitos o sacaba los bajos de los pantalones cada vez que daba un estirón. Claro que luego vino lo de las decapitaciones. Los talibanes les obligaban, a él y los amiguitos, a acudir los viernes al estadio y presenciar las ejecuciones de los que habían robado o fornicado o blasfemado. También de las mujeres impúdicas o adúlteras, que eran lapidadas. A veces era un simple tiro, las menos. Por regla general, degollamiento u horca en una grúa. En ese proceso se le fue acorchando el alma. Primero perdió la compasión. Luego la sensibilidad. Al final conquistó la indiferencia ante la muerte.

Cuando llegó a Europa, invitado por aquel amigo, se vio rodeado de infieles y experimentó una ira salvaje. Mujeres con pantalones cortos y el cabello al aire, hombres mirándolas, ignorantes de Dios en su rápida marcha por la vida. Deseó con todas sus fuerzas llevar una bomba oculta bajo la ropa y poder detonarla de inmediato. Matarlos a todos y ganar el camino al cielo. En la casa lo esperaba la familia infiel, que al menos tuvo la decencia de retirar el vino de la mesa. Quién iba a decirle que lo primero que pilló en Europa fue un virus, que lo confinó en aquella cama cristiana y le hacía tiritar y sudar las sábanas. La madre hizo caldo de pollo, perfectamente halal para él. Lavó sus sábanas y las planchó. Y, una noche, en mitad del delirio de la fiebre, la sintió entrando en su habitación para tocarle delicadamente la frente, como una sombra. Regresó después, con un paño empapado en agua y se lo colocó en las sienes.

Los infieles tenían madre, como él. Muy parecida, por lo demás. Que los amaban de la misma manera. Eso lo desconcertó. Fue como una grieta en su piel de elefante. Como si un trazo de luz hubiese dejado un rastro en la profunda oscuridad. Siempre hay un punto blanco. Y, de un modo que no sabe relatar, el punto blanco fue encharcando sus alrededores, como la leche derramada, y fue abriéndose espacio. Ahora es adulto y se llama Farhad Bitani. Tiene las cejas muy negras, un corte de pelo perfecto y la piel fresca, porque ha ganado peso. Todavía conserva la barba y la fe del Profeta, pero afirma, sencillamente, que «La guerra no es santa» (Edit, Freshbook). Que sólo es negra.