La Palma

Exceso de rojo

Llamamos a la Tierra el Planeta Verde, pero en realidad está preñado de fuego a 1.200 grados de temperatura siendo prudentes. Vista por dentro, la madre tierra es un demonio, rojo naturalmente

Por lo general, la naturaleza es cicatera con el rojo y lo administra con cautela: el rojo del clavel en la solapa o en el pelo de la mujer, el rojo infrecuente del ojo del albino, el rubor en la mejilla del enamorado que pronto se pasa, la gota de sangre rubí en el dedo y el rojo de la amapola solitaria ente los trigos. Juan Ramón le pidió matrimonio a una amapola. Se aparece también como advertencia: el rojo del semáforo, el círculo rojo sobre el blanco papel del dictado, la nota de sangre roja en la flema y por supuesto, la señal de lo prohibido. Ignacio Rodríguez Burgos ha encontrado treinta y cinco sinónimos del rojo para sus crónicas sobre desastres bursátiles –encarnado, colorado, carmesí, grana, etc.–, pero el rojo sigue siendo una rareza puestos a compararlo con la extensión de otros colores: el azul de los océanos, el verde de los bosques, el dorado de los campos y los casquetes polares en blanco, que es todos los colores juntos. Digo que la Tierra administra el rojo en cuanto encarna de alguna manera la violencia: el infierno, la herida, el desafuero, la sangre, la guerra, la revolución y el fuego. En eso consiste lo de La Palma: es un exceso de rojo.

Llamamos a la Tierra el Planeta Verde, pero en realidad está preñado de fuego a 1.200 grados de temperatura siendo prudentes. Vista por dentro, la madre tierra es un demonio, rojo naturalmente. Ha escrito Fernando Savater que en algunas ocasiones, el Planeta deja mucho que desear como alojamiento, pero esto se olvida.

Se dice que las cosas pasan porque pasan, esto es que llegan y al tiempo se van. Según la anatomía clásica de la catástrofe, ésta tiene un comienzo y un final. Se dice que el infortunio golpea, pues un golpe es algo seco y rápido. Esto casa con la consciencia de que la vida te cambia en un segundo, y la idea toca fibras muy profundas que tienen que ver con lo que acaece en un instante y lo marca de tal manera que ese momento, cuando se produce, separa claramente la trayectoria de las personas en un antes y un después de ese instante. Uno acaba de acostar a los niños en la habitación y media hora después no tiene casa. Ha llegado la riada, ha prendido el fuego, ha explotado algo, la caldera, lo que sea. Aquí se viene la calamidad de nuevo como un fogonazo, pero el volcán no se va, porque es un horror que no acaba. Contraviene así las leyes más elementales de la catástrofe sobre la que convenimos que sucede, que pasa –decimos– y que a partir de ahí uno se levanta –si puede– y reconstruye su existencia según un esquema de actuación anclado en los recuerdos más profundos. Cuando el niño se cae y se hiere, la madre amantísima lo toma en brazos y le susurra «Ya pasó», y así el crío descubre uno de los consuelos más elementales en los que hacer reposar el infortunio: concentrarse en que lo peor ha pasado. En La Palma no termina de pasar.

Llevamos más de cincuenta días de erupción, y lo que te rondaré, Lucifer. La primera ley de la rutina consiste en que cualquier cosa puede hacerse rutina. Lo que sea: el dolor, la ausencia, el amor, el jamón de bellota y un volcán que escupe fuego en mitad de la noche. Sangra la tierra en La Palma ríos de lava, tiembla el suelo y ruge la tierra de noche. Dicen que puede acostumbrarse uno a toda esa cantidad de rojo.