Javier Sierra

La religión como alucine

Sorprende comprobar cómo la copiosa literatura clásica que se conserva de ese periodo evita pronunciarse sobre lo que sucedía allí

Fue hace casi tres décadas cuando visité por primera vez Perú. Poco antes de la primavera de 1994, esquivando como pude la temporada de lluvias, recorrí junto a tres amigos una buena parte del país andino. Las comunicaciones eran entonces muy difíciles. Sendero Luminoso aterrorizaba las zonas rurales y moverse por ellas obligaba a asumir ciertos riesgos. Había que viajar en autobuses que, en realidad, eran camiones adaptados, incómodos y lentos, en los que lo normal era pasar un día o una noche conviviendo con pollos enjaulados o hatillos llenos de Dios sabe qué, recorriendo caminos de mala muerte a los que llamaban carreteras.

Uno de aquellos vehículos del diablo nos dejó al alba en Chavín de Huantar, en la provincia del Huari. Hacía tres mil años –se dice pronto– una cultura pujante y extraña levantó el templo que pretendíamos ver. Estaba emplazado en un pequeño valle rodeado de cerros. De él llegaban noticias asombrosas, como que los arqueólogos acababan de desenterrar un sistema hidráulico bajo su plaza central en el que, generosamente regado, se podía escuchar un murmullo parecido al rugido de un jaguar. Yo quería ver aquel olvidado «efecto especial» y no perdí ni un minuto.

Mi amigo Vicente París sabía a quién recurrir. Un viejo vecino, Marino González, llevaba toda la vida merodeando por allí y había visto incluso desaparecer el templo bajo el lodo durante el «gran aluvión» de 1945. Cubierto de aquel barro, Chavín seguía excavándose según sus recuerdos. Don Marino resultó ser un tipo bajito, de ojos entrecerrados pero vigilantes, que enseguida nos invitó a recorrer sus galerías secretas. «¿Llevan linterna?», nos preguntó malicioso, mirando un pasadizo oscuro como noche sin luna. El lugar era un laberinto de pasillos que apenas clareaba gracias a las pequeñas oquedades que lo comunicaban con el exterior. Era un agujero húmedo, de suelo irregular, vigilado por cabezas de piedra clavadas en las paredes talladas hacia el siglo X antes de Cristo.

Mientras nos deslizábamos por aquel inframundo, interrogábamos a don Marino. El hombre, que hablaba con acento acelerado, nos explicó que «su» recinto era una suerte de circuito de pruebas. La cultura que lo construyó lo había abandonado mucho antes de la llegada de Pizarro, y pueblos sucesivos habían ido deformándolo… a excepción de esos túneles. Un camino por el que sus antepasados se internaban tras ingerir un bebedizo alucinógeno destilado a partir del cáctus mescalítico de San Pedro, típico de la región, que les hacía comunicarse con aquellas cabezas y hasta vislumbrar el reino de los muertos.

Yo entonces era muy joven y no había explorado otros rincones del mundo con escenografías parecidas. Túneles que probablemente se usaron con propósitos idénticos los hallé en Egipto y México. Pero donde no esperaba encontrármelos fue en Grecia. Hace unos meses visité lo poco queda del gran santuario de Eleusis, en el Peloponeso. Sus arquitectos pergeñaron unas instalaciones que no debían de diferenciarse demasiado de Chavín, a más de 11.000 kilómetros de distancia. En sus ruinas todavía son visibles los cimientos del Telesterion. Era una sala secreta cuyas actividades no podían explicarse bajo pena de muerte. Durante más de un milenio, cada mes de marzo y de septiembre, concurridas procesiones de toda condición peregrinaban hasta allí para iniciarse en sus «misterios». Así los llamaban. Sorprende comprobar cómo la copiosa literatura clásica que se conserva de ese periodo evita pronunciarse sobre lo que sucedía allí. Solo sabemos que celebraban el mito de Deméter y Perséfone, en el que ésta es secuestrada por Hades mientras recoge unas flores y arrastrada al corazón de la tierra, de donde será rescatada más tarde por su madre.

Cruzar los muros del templo y dirigirse al Telesterion era lo último de lo que podía hablarse. Allá dentro, en una estructura de pasillos parecidos a los de Chavín, los griegos buscaban el epoptes, una suerte de «visión» del más allá. Y lo conseguían después de ingerir el kykeon, un bebedizo cuya fórmula, naturalmente, sigue siendo un enigma.

En 1978 el descubridor del LSD, Albert Hoffmann, se alió con un doctor de la Universidad de Harvard experto en drogas enteógenas y con un banquero aficionado a la micología para intentar explicar qué sucedía allí y por qué generaciones enteras de antiguos helenos habían acudido en masa a sus ceremonias. Carl Ruck y R. Gordon Wasson lo ayudaron a comprender que la clave estaba en la claviceps purpurea, un hongo tan alucinógeno como el San Pedro, muy común en el trigo y la cebada. Los tres se dieron cuenta, además, de que junto al santuario de Eleusis se extendía una llanura, la Rariana, sembrada con esos cereales, y que incluso en la etimología de ciertos nombres y plantas asociados a los misterios eleusinos se escondían alucinógenos. Micenas, por ejemplo, cuna de la cultura helénica y de los ritos de Deméter, procedía de Mykenai o Mykes, hongo. Y las flores de Perséfone, narcisos o Narkissos, llevaban en el nombre la misma raíz de narcótico.

Sin quererlo, establecieron algo que solo algunos «locos» como Antonio Escohotado defenderían después en el mundo académico: que toda religión primordial busca que el fiel alucine. Que se conecte con lo sagrado usando substancias que favorezcan «la visión». Y ojo, nuestro cristianismo tampoco es una excepción. ¿O acaso no tenemos también trigo y vino como parte esencial de nuestras misas? ¿No serán esos elementos el eco de unos ritos ancestrales ya perdidos y edulcorados?

Pronto regresaré a Eleusis para comprobarlo. La duda me quema.