Partido Popular
Fiebre en las gradas
En las últimas horas han proliferado gestos y modos histriónicos, convocatorias de protestas más o menos espontáneas, regueros de memes y hasta rancheras y mariachis
Explica Nick Hornby en «Fiebre en las gradas» lo que significa ser un hincha. Lo diferencia, claramente, de los «hooligans» y argumenta en ese gran libro dedicado al fútbol que, «al menos, un 95% de las personas que van al campo cada año no han golpeado a nadie». Otra distinción es la que establece Eduardo Galeano en «El fútbol a sol y a sombra» al fijar el espacio que media entre el aficionado y el fanático y que atribuye a éste «la manía de negar la evidencia que ha terminado por echar a pique a la razón y a cuanta cosa se le parezca». Desde hace varios días las metáforas futbolísticas se nos van acumulando: quizá por el alto número de forofos, seguidores y fieles que eligen ahora la política como ámbito de actuación. El clima, eso es evidente, se ha vuelto propicio y, a un debate ya caldeado, se suma la crisis en el PP. Como señala un presidente autonómico, «los conflictos existen» en todas las esferas de la vida y, claro, en los partidos también. En este país hemos asistido a la descomposición de UCD en 1982 y a las luchas cainitas del PSOE en 2016: las tensiones internas pueden asombrar por su crudeza cuando nos dejan asomarnos a ellas, pero la historia enseña que no son excepcionales. Son más o menos cíclicas y siempre tienen un final (los socialistas, por ejemplo, alcanzaron La Moncloa solo dos años después de su voladura en «prime time»). Lo complicado no es que estallen, sino qué hacer una vez que ha ocurrido. A los políticos que las protagonizan cabe exigirles premura e inteligencia en su resolución para evitar que los daños se expandan y a los ciudadanos, ¿se nos puede pedir algo? En las últimas horas han proliferado gestos y modos histriónicos, convocatorias de protestas más o menos espontáneas, regueros de memes y hasta rancheras y mariachis. Bandos, filias y fobias. Y es, precisamente, en este tipo de trances donde se mide la madurez de una sociedad y la cuota de responsabilidad asumida por los individuos que la forman: existe, o debería existir, el compromiso de no frivolizar, de no dar la misma respuesta al último «show» en redes que a cuestiones más profundas y de calado. En la era de los discursos de 280 caracteres y en la de la (peligrosa) generalización de la política como una especie de páramo estéril sin función real, es necesario recordar lo que el ejercicio de lo público, articulado a través del sistema de partidos, ha dado a este país en las últimas cuatro décadas. Hoy puede resultar una tesis del todo impopular, pero siempre será mejor defenderla (aún a riesgo de parecer naíf) que dedicarse a ejercer el fanatismo en las gradas.
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