Papa Francisco
El arma secreta del Papa Francisco
Roma lo avisaba hace unos días: este viernes, durante la celebración de la penitencia en la basílica de San Pedro, Francisco consagrará Rusia y Ucrania al Inmaculado Corazón de María
El Papa no sabe, ni quiere saber, de modernidades. Aunque pueda parecer anacrónico, él sigue recurriendo a la oración para combatir a nuestros enemigos. Lo hemos visto en estos dos años de plagas. Imposible olvidar que, en los peores momentos de la pandemia, Francisco pidiera por el fin de la covid ante el Cristo de San Marcelo, un crucifijo milagroso al que se atribuyó la liberación de Roma de la gran peste en 1522. En aquellos días, y como reflejo de esa fe, las rogativas se multiplicaron por toda la cristiandad. Se sacaron santos a procesionar y hasta se recuperaron olvidadas reliquias intercesoras, aunque fueron los hondureños los que lo llevaron todo más lejos al pasear sobre el país, a bordo de un helicóptero, una imagen de la Virgen de Suyapa para que los bendijera. Nadie allí dudó de la eficacia del ardid. Y es que tal vez sea eso, la fe por la fe, lo único que explique que Francisco vuelva a enarbolar ahora el «arma secreta» de la oración para combatir la guerra en Ucrania.
Roma lo avisaba hace unos días: este viernes, durante la celebración de la penitencia en la basílica de San Pedro, Francisco consagrará Rusia y Ucrania al Inmaculado Corazón de María (ICM). La fórmula es, en términos vaticanos, un «arma de destrucción masiva». Algo así como ICM frente a los ICBM, que es como llaman en la OTAN a los misiles balísticos. Sin embargo, lo que no explican es que la pólvora de ese armamento está conectada con el intrigante episodio de las apariciones de Fátima, hace ya un siglo. Solo eso justifica que el acto vaya a simultanearse con otro en el santuario de las apariciones, presidido por el cardenal Krajewski.
La historia vivida en ese paraje es conocida. En 1917 una misteriosa «señora de luz» se apareció seis veces a tres pastorcillos que vivían cerca de la aldea de Aljustrel. Lucía, Jacinta y Francisco revolucionaron entonces a un país que por entonces presumía de ser una república anticlerical. Fue en julio de aquel año cuando un rumor corrió de boca en boca. Al parecer, la «señora» había confiado un secreto a los pequeños. Lucía no tardaría en admitir que aquella aparición le había anunciado que sus dos primitos morirían pronto, pero hasta bien entrada la década siguiente no se atrevió a contar a sus confesores que aquel secreto iba mucho más allá. Dos jesuitas, José da Silva Aparicio y José Bernardo Gonçales, recibieron la revelación con sorpresa. Por entonces, Lucía profesaba como monja en un convento de las Doroteas en Tui (Pontevedra), y no eran infrecuentes los episodios en los que la «señora» –ahora acompañada por el «niño Jesús»– se le manifestaba y transmitía nuevos mensajes.
En junio de 1930 –según contaría la propia Lucía a un sacerdote monfortino de origen holandés apellidado Jongen–, la aparición le pidió que hiciera todo lo posible para que Rusia fuera consagrada al Inmaculado Corazón de María. Aquella voluntad se sumó al secreto. La Virgen tenía especial interés en su conversión, sobre todo después de que la revolución bolchevique se posicionase contra toda manifestación religiosa. La instrucción divina encajaba, además, con los intereses de los jesuitas. La Orden había sido expulsada de las principales naciones europeas en el siglo XVIII, pero había logrado refugiarse en Rusia para intentar convertir a Catalina la Grande al catolicismo y empezar su cerco a la fe ortodoxa, tan afín a los zares. Todo lo que saltó por los aires con Lenin, la «señora luminosa» de Fátima parecía querer reencauzarlo.
Los jesuitas hicieron entonces de sor Lucía una interlocutora especial de los papas. En octubre de 1942 Pío XII, a petición de la vidente, consagró el mundo al ICM. Y una década más tarde, ante su insistencia, lo repitió solo con Rusia. En 1964 Pablo VI renovó el rito frente a los padres del Concilio Vaticano II, aunque sor Lucía, todavía insatisfecha con las fórmulas empleadas, volvió a pedírselo a Juan Pablo II, que repitió la ceremonia «en comunión espiritual» con sus obispos. En los pasillos de la Santa Sede muchos creen hoy que la fuerza de aquel acto terminó por socavar a la Unión Soviética y, en solo cinco años, provocó la caída del muro de Berlín.
Créase o no en ese poder, ahora es Francisco el que va a recurrir a la misma estrategia de combate. Tal vez el asedio y devastación de Mariúpol le ha marcado el paso. A nadie se le escapa el simbolismo de una ciudad en cuya toponimia parece esconderse el nombre de María. Mariúpol, junto al mar de Azov, cayó en manos de los bolcheviques a finales de 1917, cuando las apariciones de Fátima habían cesado y comenzaba la larga peripecia de Lucía por convertirse en una de las mujeres más influyentes del siglo XX.
Cuando en febrero de 2005 falleció y perdí mi última oportunidad de entrevistarla –rara vez Roma daba permiso para ello–, acudí a su entierro en Coimbra. Un Juan Pablo II ya muy enfermo envió una delegación para honrarla y en ella se oyeron susurros de lo pronto que todos esperaban señales suyas desde el otro lado. No dudo que a estas horas, en la ciudad del Vaticano, algunos creen que la consagración de Rusia del viernes será otra de ellas. Por fe, claro, que no quede.
Javier Sierra es Premio Planeta de novela y autor de La ruta prohibida y otros enigmas de la Historia.
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