Literatura

El sueño de los robots produce monstruos

La actitud del robot resulta perturbadora. Es un ingenio pequeño. Del tamaño de un cocker adulto. Y se mueve con torpeza repiqueteando sus patas sobre el asfalto

Una imagen de estos días no se me quita de la cabeza. Me persigue con tozudez, colándose incluso en mis pesadillas. Se trata del vídeo de un robot extraño, mitad perro mitad araña, que en estos momentos se pasea por las calles de Shanghái pidiendo a sus habitantes que no salgan de sus casas. Seguro que la han visto. Es una secuencia emitida por todos los informativos a cuento del nuevo brote de covid que ha obligado a las autoridades chinas a confinar a veinticinco millones de ciudadanos como si fuera la España de marzo de 2020.

La actitud del robot resulta perturbadora. Es un ingenio pequeño. Del tamaño de un cocker adulto. Y se mueve con torpeza repiqueteando sus patas sobre el asfalto, mientras remueve recuerdos atávicos en mí.

Hacia el final de las Argonáuticas de Apolonio de Rodas, escrito hacia el siglo III a. C., se rememora la historia del gigante Talos. A diferencia de otros colosos del mundo antiguo, éste fue un ser artificial que formaba parte de un lote de invenciones entregadas por Hefesto, dios de la forja, al hijo de Minos, rey de Creta. Talos es claramente un robot. Una criatura de bronce que se alimentaba de icor, el misterioso fluido vital de los dioses, y que fue programada para proteger la isla a cualquier precio. Si este guardián divisaba extranjeros que intentaban colarse en sus tierras, no dudaba en despeñar contra ellos piedras enormes, o incluso ponerse al rojo vivo y abrazarlos hasta reducirlos a cenizas. Junto a él –explica Apolonio–, Hefesto entregó también un carcaj lleno de dardos que no fallaban jamás su objetivo. Y un perro autómata, revestido de oro, llamado Lélape, que no volvía a casa sin haber atrapado a su presa.

Lélape es el robot de Shanghái; los dardos, una exótica premonición de los terribles misiles de nueva generación que en estas semanas vemos caer sobre Ucrania, y Talos un anticipo de los uniformes tecnológicos de los soldados modernos. De un tiempo a esta parte, tengo la indescriptible sensación de estar regresando a los terrores del mundo antiguo, tal vez porque estos son atemporales y se adaptan al presente con habilidad pasmosa. Por eso me resulta difícil no ver en Putin a un Zeus caprichoso y obsceno, tratando de secuestrar a Europa. O en los bueyes de metal a los que se enfrenta Jasón en su búsqueda del vellocino, un remedo de los carros de combate que han arrasado Mariúpol. Y es que, releer los mitos en el fragor del drama cotidiano, es reconocer en ellos actitudes que se repiten una y otra vez en nuestra especie y entristecernos ante la aplastante evidencia de que no hemos aprendido gran cosa en los últimos milenios.

Con todo, conviene recordar que la historia de Talos y de los regalos «tecnológicos» que lo acompañaron, termina mal. Fue Medea, una princesa-bruja del Mar Negro, quien acabó alterando la programación de aquel robot mediante un hechizo hipnótico. Mientras lo distraía mirándolo a los ojos, éste tropezó y se rompió el tobillo justo en el punto en el que Hefesto había colocado su último tornillo. El mecano, entonces, colapsó. En cuanto a Lélape, el ingenio fue pasando de mano en mano hasta llegar a Procris, amiga de Minos, quien a su vez lo confió a su marido Céfalo, que se divirtió programándolo para que persiguiera a una zorra –la «zorra teumesia»– predestinada por los dioses para no ser atrapada nunca. Lélape, dispuesto a vencer siempre en la caza, y la zorra, imposible de abatir, terminaron neutralizándose mutuamente.

Nada dicen las distintas versiones de esos mitos sobre la capacidad de sus autómatas de gritar a los humanos. Sin embargo, el «perrobot» plagiado a Boston Dynamics que patrulla en estos días de confinamiento por Shanghái, lo hace con un potente altavoz atornillado al lomo. «Controlen sus deseos de libertad», repite con machacona insistencia, «no abran las ventanas ni canten». Su uso disuasorio se complementa, curiosamente, con la utilización indiscriminada de dardos –quiero decir, drones– con el mismo fin. Todo en mor de activar un miedo tan clásico como el de que la tecnología de los poderosos, llámense estos dioses del Olimpo o autócratas al estilo Putin o Xi Jinping, está ahí para sojuzgarnos.

Lo que no deberían olvidar ninguno de ellos es que, según los clásicos, todas esas «máquinas vivientes» terminan cayendo más pronto que tarde. Todas tienen su «tornillo en el talón». Como tampoco deberían desdeñar que todas, en el fondo, proceden de la concesión del titán Prometeo a los humanos cuando nos entregó el fuego, el habla y las habilidades técnicas, para paliar el pobre reparto de dones que su hermano Epimeteo hizo entre las criaturas de la Tierra al principio de los tiempos. El mito dice que Epimeteo cumplió tan mal su misión –dando fuerza, alas, garras, velocidad, vista y olfato a los animales y nada a los humanos– que Prometeo concedió un don exclusivamente divino a los pobres hombres desnudos. Les dio la inteligencia creadora de tecnología para protegerse. Y eso, según el relato, hizo que los dioses decidieran castigar con dolores infinitos al titán y con castigos sin cuento a nosotros, por habernos acercado demasiado a Ellos.

Y ahí estamos. Sufriendo bajo el yugo de nuestros propios inventos. Como el Lélape de Shanghái.

Qué mal sueño, por Dios.

Javier Sierra es es escritor y Premio Planeta de novela. Autor de “El mensaje de Pandora”.