Literatura
Cervantes y el fracaso de la verdad
Hasta seis retratos del genio han circulado por el mundo en estos años. Ninguno, que sepamos, lo es
Dentro de unos años, cuando historiadores y sociólogos echen un vistazo a las hemerotecas, es probable que lleguen a la conclusión de que ésta es la época del fracaso de la verdad. Lo cierto, lo incuestionable, incluso lo dogmático, se tambalea a diario empujado por un revisionismo que todo lo cuestiona. Y cuando digo todo, no me refiero solo a los grandes temas de actualidad, sino también a lo más doméstico.
Le propongo un ejercicio sencillo. Hurgue en su bolsillo. Si aún le queda algo de calderilla, reúna las monedas de céntimo y aparte las españolas. Las identificará por el rostro de Miguel de Cervantes que presentan en el reverso. ¿Y si le dijera que no está nada claro que esa sea la efigie cierta de Cervantes?
La historia de ese retrato se las trae. Hizo correr ríos de tinta cuando, hace algo más de un siglo, apareció en Asturias la tabla de nogal de 46x36 cms que hoy cuelga del dosel del salón de sesiones de la Real Academia Española de la Lengua. En 1910, un profesor interino de la Escuela de Artes y Oficios de Oviedo, José Albiol, dio con ella gracias a un amigo. En su parte superior, en caligrafía antigua, podía leerse claramente «Don Miguel de Cervantes». Y en la inferior, «Iuan Iáuregui pinxit, año 1600».
¡Qué momento! Acababan de cumplirse 75 años de la inauguración de la primera estatua cervantina en la plaza de las Cortes de Madrid. Tras la pérdida de Cuba, España reconstruía a duras penas sus glorias recurriendo a las grandes luminarias de nuestro pasado. Estaba en juego el orgullo patrio. Antonio Solá se las vio y deseó entonces para dar cara a su estatua, pues en ese tiempo no se conocía representación alguna de Cervantes –algo común a Colón, Viriato u otros prohombres– y solo se podía recurrir al prólogo de las Novelas Ejemplares (1612) donde el genio se había autorretratado así: «Este que veys aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembaraçada, de alegres ojos y de nariz corba, aunque bien proporcionada, las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro […], es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quixote de la Mancha». En ese mismo texto, solo unas líneas antes, el propio Cervantes menciona un retrato que le diera (sic) «el famoso don Iuan de Xaurigui», pero que nadie había logrado ver hasta aquel 1910.
Tras el colosal descubrimiento, Albiol entregó su tesoro a la Real Academia. Allí fue recibido con todos los honores, aunque también surgieron los primeros problemas. La «troballa» no estaba clara. Cervantistas como Pérez de Guzmán, Fitzmaurice-Kelly o Pujol recelaban, mientras que en la RAE, el académico Francisco Rodríguez Marín se convertía el más ardiente defensor de la tabla. El principal obstáculo era la dichosa inscripción. Juan de Jáuregui fue un conocido poeta sevillano, amigo de Francisco Pacheco, suegro de Velázquez, que hizo incursiones en la pintura. Su presencia en el prólogo de las Novelas Ejemplares es coherente con lo que sabemos de él… pero en 1600, la fecha que se lee en el retrato, solo era un adolescente y no estaba aún para esos menesteres.
Por si eso fuera poco, años después de que aquella efigie se aceptara como la de Cervantes, un discípulo del profesor Albiol llamado Eugenio Tamayo, admitió haber ayudado a su mentor en el envejecimiento y adaptación de una vieja tabla anónima. Planeaban presentársela con sus retoques de texto a un Rodríguez Marín ávido por dar relumbre a las letras españolas. La trola, según parece urdida en la trastienda de la librería de cierto «Tragalapapón», coló, y el entonces director de la RAE, Alejandro Pidal y Mon, la bendijo. Sin embargo, en su veredicto olvidó mencionar que al menos dos graves detalles cuestionaban esa certeza. El primero, que la inscripción citaba a «don Miguel de Cervantes» cuando el título «don» no le correspondía al no ser éste noble ni hidalgo. Extraño desliz, sobre todo si consideramos que Jáuregui sí tenía derecho a ese tratamiento y no lo usó en la frase inferior. Y el segundo, que en su célebre prólogo, Cervantes promete que satisfará «el deseo de algunos que querrían saber qué rostro y talle tiene quien se atreue a salir con tantas inuenciones en la plaça del mundo». ¿«Rostro y talle»? ¿Y dónde está el talle en la tabla de Albiol, que solo muestra una cara?
El enredo se complicará todavía más en 1943, cuando el marqués de Casa-Torres presentó otro supuesto Jáuregui a la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Dijo que era «copia ampliada de cuerpo completo» de la de Albiol. Identificado hoy como un retrato de don Diego Mexía de Ovando, primer conde de Uceda, la polémica sirvió más tarde para alentar incluso la identificación de un «Retrato de caballero» del Greco, en los fondos del Museo del Prado [P000810], con el escritor.
Hasta seis retratos del genio han circulado por el mundo en estos años. Ninguno, que sepamos, lo es. Pero en esta era de la imagen, el «falso Jáuregui» que cuelga en la RAE y que usted lleva troquelado en sus céntimos de euro, parece haber ganado la partida. Al menos, mientras el revisionismo de las grandes verdades de estos días no lo baje de su dosel, claro.
Javier Sierra es escritor y Premio Planeta de novela.
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