Arqueología

Buscando al jaguar subterráneo de los Andes

Las tierras altas del Perú rugen. Marino lo sabía. Ahora yo también lo sé. Los antiguos chavín lo domesticaron para impresionar a sus fieles

El otro día me acordé de Marino Gonzales.

A primeros de mes las redes sociales se llenaron de imágenes de un corrimiento de tierras en el Ancash peruano. Sucedió en el pueblo de Chavín de Huantar. El incidente sepultó más de medio centenar de hogares y dejó a 207 personas en la calle. Por suerte, ningún muerto. Sus vecinos, llevados por la sorprendente pulsión moderna de recogerlo todo con sus móviles, grabaron aquel instante. Un sonido sordo, como si la tierra bramara como una bestia herida, llenó el valle antes de ahogarlo en polvo y cascotes.

Marino vivió en ese barrio. Por desgracia, falleció en 2012. Yo lo conocí en mi primera visita a Chavín hace veintiocho años. Tropecé literalmente con él al recorrer sus ruinas preincas. Marino surgió de pronto de entre las piedras, trepando, parapetado tras una gorra de visera que se caía a pedazos y una camisa azul que había conocido tiempos mejores. Al principio pensé que era un chaval, ¡pero tenía 78 años! Enseguida supe que era toda una autoridad local. Una suerte de vigilante emérito que, además, afirmaba guardar en su memoria un secreto de lo más insólito: sabía dónde estaba «todo».

No. Marino no era chamán. Tampoco adivino. En 1955, con cuarenta años recién cumplidos, lo reclutaron para que limpiase de un corrimiento parecido lo que poco quedaba del templo de los chavín. Aquel fue un impresionante conjunto de pirámides truncadas, hechas de losas de andesita gris, levantadas entre el 1500 y el 300 a.C. por una cultura extraña que había convertido aquel paraje en una suerte de «Compostela» para las comunidades de la zona. Según me contó entonces, no se dieron ninguna prisa en contratarlo. El aluvión que había sepultado las ruinas fue consecuencia del desbordamiento de la cercana laguna de Rúrec, y se había producido diez años antes, en enero de 1945. Toneladas de piedras y barro, en algunos lugares amontonadas en depósitos de hasta cuatro metros de grosor, lo habían enterrado todo.

«Por suerte, siempre supe dónde excavar», me dijo con su voz aflautada y simpática. «Crecí jugando en los pasadizos de este templo, y me lo sabía de memoria».

Aquel 1994 habían pasado casi cuatro décadas desde el inició de sus trabajos y todavía no había terminado de recuperar lo perdido. Por eso, cuando hace un par de semanas la prensa internacional se hizo eco de nuevos derrumbes en Chavín, la vocecita de Marino regresó viva a mi memoria. Parloteaba otra vez del profesor Julio C. Tello, uno de los prohombres de la arqueología peruana y quien lo había designado para aquella tarea «sisífica» de rescate. Tello y él se conocieron en 1934 y Marino –entonces un chico de 15, sin estudios superiores, casi analfabeto– iría pasando por responsabilidades que fueron desde guardián del sitio a inspector, conservador y hasta comisionado. Yo lo ignoraba, claro, pero Marino garabateaba entonces un diario en el que fue consignando cada éxito y cada fracaso de esos años.

Leyéndolo hoy, queda claro que Chavín de Huantar nunca fue un yacimiento convencional. El extremeño Pedro Cieza de León fue el primero en mencionarlo en sus crónicas, en el siglo XVI. Dijo de aquella «fortaleza grande o antigualla» que debió ser obra de gigantes «tan crecidos como los mostraban las figuras que están esculpidas en las piedras», maravillándose ante un recinto enorme, atravesado por kilómetros de galerías subterráneas por las que deambulaban los peregrinos que, siglo tras siglo, llegaban de todas partes del Ande para pedir consejo a los ídolos.

«Esto, créame, se llenaba de gentes de lo más dispar», me explicó Marino. «Los que elegían los sacerdotes de Chavín eran llevados a un recinto en el que tomaban un cáctus alucinógeno, el San Pedro. Luego los soltaban, aturdidos, por los túneles, para que El Lanzón les hablara».

El Lanzón al que se refiere es una especie de enorme menhir que se yergue en lo más profundo de esos corredores. Tiene casi cinco metros de altura; representa una criatura antropomorfa cuya cabeza es tres veces más grande que el cuerpo, con cabellos de serpiente, colmillos afilados y garras. Según los arqueólogos, quizá sea lo más antiguo del lugar. Tiene treinta y cinco siglos. «Y habla», aseguró Marino. «¿Habla?», indagué. Marino, risueño, me explicó entonces que las últimas excavaciones que se habían hecho habían desenterrado un canal enorme con el que los chavín desviaron el río Mosna. Una compuerta lo dejaba pasar a voluntad por el centro de la plaza ceremonial. «Y cuando liberaban el agua, el tremor que emergía de la tierra era como el rugido de un terrible jaguar. Todos creían que era cosa del Lanzón».

Parece que estoy escuchándolo. Nadie había grabado nunca ese rugido hasta hace dos semanas, cuando se desplomó el cerro sobre Chavín. Las tierras altas del Perú rugen. Marino lo sabía. Ahora yo también lo sé. Los antiguos chavín lo domesticaron para impresionar a sus fieles. Y nosotros, gentes del siglo XXI, que despreciamos con altivez esa mirada panteísta del pasado, solo somos capaces de percibirlo cuando ya es demasiado tarde.

Si lo evoco aquí es solo para recordarnos que Perú no está tan lejos como parece. Y que esos jaguares subterráneos nunca andan demasiado apartados de nadie. Tampoco de nosotros.

Javier Sierra es Premio Planeta de novela. Su ensayo “En busca de la Edad de Oro” se ocupa de civilizaciones desaparecidas como las andinas.